“Pateo, propiedad de don Pedro Rosillo en 1743 y después de d. María Francisca Javier de Tapia, pasó a ser del señor Ocampo a la muerte de esta señora. Por razones de gravámenes vióse obligado a fraccionarla, reteniendo la parte designada Rincón de Tafolla, y enajenando la otra a don Claudio Ochoa, quien, posteriormente, la vendió a los señores Sotomayor, y estos a su vez a la viuda de don Ángel Lerdo, que es la propietaria en el presente. Dueño el Señor Ocampo de la fracción de Tafolla, se fue a vivir en unas tiendas de campaña, que fijó en el punto donde dio principio a la erección de la hacienda, que él mismo bautizó con el nombre de Pomoca y que, como se sabe, es el anagrama de Ocampo. Terminada, en parte, la obra material de la moderna Pomoca, estableció allí su residencia y puso en práctica sus tendencias, enriqueciendo al lugar con un parque de piñones, olivos, cedros y el arbusto rarísimo de la cruz, idéntico al que existe en el convento del mismo nombre, en la ciudad de Querétaro. Aprovechando una quebrada del terreno, hizo un estanque para baños y otro para la procreación de peces, en forma circular, y con un jardín de aclimatación en su centro. Introdujo el agua, trayéndola de muy lejos en una bien construida cañería. Se ve aun, como islote, un prado ricamente provisto de plantas de valor científico. Se entraba en esta estancia por una avenida de cedros del Líbano, y comunicando de la casa a un baño tupidamente cubierto de plantas trepadoras, veíase una callecita estrecha y ondulada, bajo palio de enredaderas de fragancia indecible, que bajaban a trechos sus ramas cuajadas de hojas, hasta ocultar los asientos de mampostería.”[1]
“Decidido a dedicarse a la política, vendió el Molino de Vélez, que tenía en Tacubaya, y rentó la hacienda de Pateo, conservando el “Rincón de Tafolla” con su mesón y las tierras de Buenavista, que denominó Pomoca, anagrama de su apellido. Construyó allí una magnífica hostería y un subterráneo bien oculto para guardar valores y ocultarse en casos necesarios y un jardín maravilloso. Era aquello un flamante paraíso. Burlábase el científico de las disposiciones de la Naturaleza variando los colores de las flores y cambiando los sabores de los frutos. Sin embargo de todo esto su preciosa felicidad de hombre de estudio fue turbada por varios sinsabores originados tal vez más por política que por intereses, según se cree pues se le plantearon conflictos por linderos y pleitos promovidos por antiguos amigos.”[2]
“Pomoca es una hostería de dos patios, grande el uno, con cuartos a sus costados y la parte posterior de su frente, y pequeño el otro, que es la caballeriza y el abrevadero. Fuera, el caserón tiene portal amplio y alto, y una llanurita hasta el camino real. En su lado izquierdo, pared por medio, edificó el Mártir su hogar, cuyo trazo es un paralelogramo estrecho y su fachada la continuación de la fachada de la hostería. Aquí hay dos ventanas bajas, sin barandales, pertenecientes a la sala, que hacen juego con otras tantas puertas, hacia el interior; una de las cuales abre paso al dormitorio del señor Ocampo, siendo una de sus paredes la divisoria de la hostería, y la otra puerta da al corredor, cuya forma es la de una escuadra de ramas muy desiguales, abarcando la menor mitad de la longitud de la sala, puesque la otra mitad, como prolongada por adentro, forma el dormitorio, en donde, sobre la mesa de noche, nunca faltaron libros junto a la vela. Este tiene una ventana por el corredor y una puerta por un pasillo, que conduce a lo que era biblioteca y laboratorio del sabio. Del patio grande de la hostería recibía luz y ventilación. En el departamento, además de los libros, muchos buenos y raros, había un herbario tan rico y costoso como la misma biblioteca, una selecta colección de conchas, recogidas unas durante el destierro en Nueva Orleáns y otras en Veracruz; animales disecados, ejemplares teratológicos, esponjas; planos y mapas, algunos obra de su pulso; esferas terrestres, celestes y armilares; hornillas, redomas, sopletes y balanzas de precisión, microscopios, botiquines y estuches de matemáticas. Ahora el hollín tapiza las paredes y el techo y, tapiada la ventana, la luz ha huido del recinto.
Al dormitorio siguen en línea recta el aposento de las señoritas Josefa, Lucila, Petra y Julia, sus hijas adoradas, y de doña Ana María Escobar, respetada y obedecida; luego, inmediato, el comedor; después, la cocina, que ocupa el otro lado pequeño del paralelogramo, con un costado libre, que es el paso del corralito denominado de “Las Gallinas”, en el que había un subterráneo para ocultar ropa, dinero, alhajas y hasta personas. Uno de los muros del corralito lo forma la espalda del comedor y la cocina, otro muro es el mismo del jardín; y tiene por éste, a flor de tierra, una puertecita secreta de escape.
“Refieren llenos de ternura (servidores de Ocampo que le sobrevivieron) que el antiguo amo despertaba con el día, se entregaba invariable y pacientemente a las labores del campo, prefiriendo las de la floricultura y plantación de árboles raros, alternando estos trabajos con empresas de mejoras, el estudio a que se dedicaba sobre la servidumbre, en cuyo bienestar estuvo siempre interesado, acudiendo cariñoso ora con auxilios pecuniarios cerca de los pobres, ora con medicinas a la cabecera de los pacientes, haciéndose acompañar el doctor Patricio Balbuena, radicado en Maravatío, cuando el caso lo requería, y si era trivial, juzgaba suficiente su ciencia.”[3]
“En uno de los ángulos del corredor hay una piececita de cinco metros de latitud por seis de longitud, que tiene paso en su fondo y uno de sus costados hacia dos recámaras. La puerta de entrada presenta en una de sus hojas y a la altura de un metro, un orificio circular de dos centímetros de diámetro, cubierto por un cristal, y por el que don Melchor Ocampo vigilaba la carretera, a fin de evitar a tiempo el peligro que lo amenazase, desapareciendo súbitamente por un escotillón abierto a corta distancia de sus plantas y que comunica por un subterráneo escalinado en su principio y cuyo término se ignora. El escotillón, construido bajo el lecho, quedaba oculto por la alfombra.”[4]
“–¿Y es verdad que (don Melchor Ocampo) se portaba bien?; – sí, como un santo; pero harto bueno, harto bueno. […] en su jardín botánico introducía plantas exóticas de flores y frutos primorosos, como los pudimos apreciar, al designarnos estos testigos, cedros, matas de camelias, arrayanos de corte caprichoso que señalan los lindes del terreno y bordan los prados, presentando un conjunto boscoso, perfumado e interesante, lo mismo en las rotondas, cerca de las fuentes, como en los rincones más apartados y umbríos, entre los cenadores de atavíos primaverales. Se distingue en este jardín la principal avenida, que arranca de un gran enverjado y confina en el fondo oscuro de la vegetación que viste la tapia que cierra el perímetro, señalada esa avenida por árboles añosos de cedro de que penden lama y heno, testimonios de su vetustez. Las semillas de tales plantas fueron depositadas en la tierra por las mismas manos del señor Ocampo, que veló por su germinación y desarrollo”.[5]
El jardín era la delicia del señor Ocampo. Las cuatro paredes que lo cierran desaparecían bajo la cortina de verdura de unos membrillos enfilados, de duraznos, de perales, de capulines, de manzanos, de albaricoqueros, de higueras, de sauces. Había frutos de todos tamaños y sabores, y flores de todos los colores y fragancias. Había hasta ochenta especies de claveles y muy variadas de alelíes, rosas y dalias; ingertos admirables; árboles gigantescos que producían frutos diminutos y árboles enanos que producían frutos enormes. Aquel lugar parecía un paraíso: había de todos los frutos y las flores de la tierra, formando lindos bosquecillos y camellones de figuras caprichosas. ¡El sabio naturalista se burlaba con su genio de la uniformidad de la madre naturaleza! ¡Variaba los colores de las flores, cambiaba los sabores de los frutos, les daba forma, hacía los tamaños! Y el agua límpida, fresca y rumorosa, discurriendo en mil líneas y vueltas por el jardín, transfundía la vida a aquel mundo vegetal. A este sitio delicioso, en cuyo centro había un cenador perpetuamente sombreado por plantas trepadoras, ocurría de diario el Reformador, y con el pantalón remangado, en chaleco y cubierta la cabeza con una cachucha, tomaba el azadón o la pala, el rastrillo o el zapapico, y abría y esponjaba la tierra, ora para distribuir el agua en hilos delgados, ora para depositar la simiente de plantas medicinales valiosísimas, cuyo secreto curativo se llevó consigo.”[6]
Fuentes:
Daniel Muñoz y Pérez, “Melchor Ocampo”, Secretaría de Hacienda y Crédito Público, 1961
Ángel Pola, “En peregrinación de Pomoca a Tepeji del río”, en Melchor Ocampo, Obras completas, Tomo III
[1] Pola, *: XVII-XIX
[2] Muñoz y Pérez, 1961: 19
[3] Pola, 1901: XV
[4] Pola, Ángel, Aurelio Venegas, “En peregrinación de Pomoca a Tepeji del río”, en Melchor Ocampo, Obras completas, Tomo III *, XIV
[5] Pola, *: XVI, XVII
[6] Pola, *: XX-XXIII
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