TREINTA AÑOS: UN RECONOCIMIENTO OBLIGADO


Alejandro Cea Olivares

Esto que escribo no es, como señala el poema de Antonio Machado, ni para católicos de Pedro el Ermitaño –de los que quedan muy pocos- ni para jacobinos de la época terciaria, de los que tengo varios amigos de la escuadra y del delantal. Es para ciudadanos como tú y yo, de a pie.

Referiré algo de lo vivido cuando hace treinta años, en 1992, se elevaron a nivel de embajada las relaciones entre el gobierno de México y la Iglesia Católica. Desde estas líneas quiero reconocer a quien tuvo mucho que ver en este cambio, un ser humano de gran calidad, exalumno de los hermanos maristas, de familia pudiente y de vocación bien cumplida de jesuita y sacerdote.

A pesar que desde el gobierno de Lázaro Cárdenas, después de años de persecución, las iglesias tuvieron mayor libertad de actuación, no contaban con personalidad jurídica. El estar fuera de la ley fue muy dañino para las organizaciones religiosas pues al no poder tener a su nombre ningún bien, ni poder enfrentar litigios, establecer instituciones, etc., usaron a prestanombres mismos que, en muchas ocasiones, recibían pero no devolvían los bienes. Recuerdo algunos casos que conocí de cerca: el edificio del arzobispado de México, un gran colegio de religiosas en la colonia Santa María la Ribera y un terreno de miles de metros aledaño a la ciudad de México de los padres carmelitas, estuvieron sometidos a gravísimos litigios por el abuso de los testaferros o por sus herederos.

El daño mayor era para toda la sociedad y para el propio Estado mexicano, ya que las iglesias, sus ministros, la cultura que ofrecen, y su capacidad de convocatoria no participaban formalmente en alguna acción de importancia nacional. Las oportunidades de colaboración, de diálogo, de solución de conflictos se daban, como se decía, “en los obscurito” y sucedían sólo a nivel local, casi personal.

La inmensa mayoría de los gobiernos, incluidos en el siglo XX los gobiernos comunistas, tenían relaciones formales con la iglesia católica; en México esto no ocurría y tampoco sucedía lo que en muchos países en los que las organizaciones católicas, cristianas, judías, etc., tenían una participación y representación formal en los servicios de educación, salud, cultura, apoyo a grupos marginados, etc. Todos así perdían.

En 1992 ocurrió el cambio: varios artículos de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos se eliminaron o se redactaron de nuevo. Se eliminó del artículo 3º. la prohibición a las organizaciones religiosas de ofrecer educación básica a obreros y campesinos y del artículo 24 la prohibición de que una persona hiciera votos religiosos y, en el mismo artículo, se permitió la realización de actos externos de culto. Con los cambios del artículo 27 se permitió a las organizaciones religiosas el poseer bienes para el cumplimiento de sus finalidades y en el artículo 130 se creó la figura jurídica de la “asociación religiosa”. Se prohibió a la autoridad intervenir en la vida de las iglesias y se permitió que los religiosos votaran, aunque sin poder ser votados.

Estos cambios constitucionales se hicieron factibles con los correspondientes en las leyes reglamentarias. México pasó en las relaciones entre iglesias y gobierno a una modernidad vigente desde hacía mucho en casi todo el mundo. Se puso al corriente, pues. La tarea no era sencilla pues años de conflicto, de separación y de mutua desconfianza favorecían que tanto en el gobierno como en la iglesia se prefiriera mantener relaciones informales.

Todo tiene su historia. En los años cercanos a estos eventos la iglesia tuvo momentos protagónicos a raíz del terremoto de 1985. Después de los primeros y desolados días de rescate entre las ruinas, surgió el gravísimo problema de los miles de damnificados, de quienes se quedaron sin casa. El gobierno de Miguel de la Madrid, tan ausente los primeros días de la tragedia, decidió la expropiación de todos los predios dañados y de algunos más. Surgió así la posibilidad de realizar un gran programa de reconstrucción: se hicieron listas de damnificados, se establecieron modelos de construcción y, desde el gobierno federal se inició la dotación de recursos financieros para la reconstrucción.

Las repercusiones del terremoto fueron conocidas en todo el mundo; la solidaridad comenzó a manifestarse. Algunas iglesias católicas comenzaron a enviar recursos financieros. En Alemania, por ejemplo, el hecho de declararse parte de una iglesia llevaba a que ésta recibiera una parte –creo que el 10% de los impuestos del creyente– y estos recursos eran canalizados a una organización de apoyo social de nombre Charitas. Charitas alemana y de otros países, el mismo Vaticano, los católicos de Estados Unidos de América, más muchos apoyos de mexicanos que no confiaban en el gobierno fueron entregados a la arquidiócesis de México, al Cardenal Ernesto Corripio Ahumada. Este se acercó a Enrique González Torres, sacerdote connotado por sus capacidades de organización y de relación, quien había sido durante muchos años director del Centro de Estudios Educativos, con buena fama de ser buen administrador y mejor realizador de obras sociales.

El Cardenal Ernesto Corripio Ahumada y el jesuita Enrique González Torres establecieron un organismo autónomo para captar recursos, promover la construcción o construir directamente viviendas y recuperar en algo lo otorgado a los damnificados. Desde una oficina con no más de veinte gentes se construyeron cientos de viviendas.

En las calles de Florida, de Carmen, de Díaz de León, en las nuevas colonias de Iztapalapa y no recuerdo en cuántos lugares más, la organización dirigida por González Torres dió casa a miles de personas. Además ayudó en la reconstrucción de algunas escuelas y, por lo menos del templo denominado de Martínez de la Torre, corazón religioso que fue de la Colonia Guerrero. Tema curioso: las casas construidas por la organización católica costaban treinta por ciento menos que las hechas por el gobierno y eso que eran del mismo diseño, tamaño y materiales idénticas. Enrique González Torres me comentó: aparte nosotros pagamos a nuestra burocracia.

Tuve la experiencia de acompañar a Enrique González Torres a visitar las áreas de construcción. Su figura personal ciertamente no es la esperable de un cura de barrio, más parecía un alto funcionario empresarial o un actor otoñal del cine mexicano: guapo, con gran personalidad. Sin embargo su acercamiento a la gente era digno de notar: conocía a las personas por sus nombres, se adelantaba a responder a sus inquietudes y, esto es quizá lo más notable, cuando ofrecía misa en los lugares de construcción se transformaba: era el sacerdote que llevaba a Cristo a esos lugares de desolación en los que renacía la esperanza.

En poco tiempo su oficina adquirió presencia no sólo entre los damnificados, sino –desafortunadamente- entre los organizadores de damnificados a quienes Enrique soportaba, “daba avión” para no entregarles los recursos. Pero ahí también llegaban quienes deseaban aportar algo para los que habían perdido todo. De Irma Serrano a empresarios muy serios se recibieron donativos. En estas tareas surgió la coordinación con Manuel Camacho, recién nombrado secretario de la SEDUE –no recuerdo que significan esas siglas– pero encargado de las tareas de reconstrucción.

Para la Iglesia Católica esos años, los de Juan Pablo II, fueron los de un enorme, histórico fortalecimiento. En 1989 el mundo comunista entra en extinción: todos los gobiernos comunistas, con excepción de los de China, Cuba y Corea del Norte, caen; la Unión Soviética se desarticula; se termina la cortina de hierro, se abren las fronteras; la economía comunista totalmente del estado comienza a privatizarse y resurge la libertad de creencias: en muchos países renace la fe, la asistencia a los templos, la reconstrucción de estos. La iglesia estaba dispuesta a abrirse, a aceptar los cambios, a proponer mejores relaciones. Y así ocurrió cuando un enviado del gobierno mexicano, hombre culto, católico y prudente, de nombre Agustín Téllez Cruces, expresidente de la Suprema Corte de Justicia, llegó al Vaticano para iniciar la regularización de relaciones. Enrique González Torres junto con el Cardenal Corrripio Ahumada fueron los hombres capaces de establecer vínculos serios, responsables con el gobierno para transformar una situación obsoleta. Fueron varios los viajes del Cardenal Corripio y Enrique González Torres a Roma para convencer a la burocracia vaticana de la necesidad de apertura; no fue fácil lograr la aceptación de los obispos y demás jefes de las congregaciones en México: años de separación y la fama de corrupción del gobierno provocaban el temor al acercamiento.

Yo desde mi modesta opinión que ahora considero muy equivocada, le dije a González Torres: ustedes le están haciendo el juego a un gobierno, el de Salinas de Gortarí, que tomó el poder mediante un gran fraude electoral, y como en la época de don Porfirio este gobierno decadente se acerca a la Iglesia que tanto persiguió. Mi opinión no fue ni siquiera considerada. Con toda discreción se realizaron reuniones en la casa de los padres de Enrique González Torres, con la presencia de obispos y de Manuel Camacho. El tema: los cambios obligados de la ley obligados y la apertura de relaciones. No recuerdo si fueron una o dos las cenas con el Presidente Carlos Salinas de Gortarí. Ahí se cerró el trato: se presentaría al Poder Legislativo los cambios en los artículos de la Constitución Política y en las leyes correspondientes. La firma que hizo oficial la elevación en el nivel de relaciones y el nombramiento de nuncio por parte de la Iglesia y de embajador por parte del Gobierno, se dió un 21 de septiembre de 1992. Curioso: esa fecha era el aniversario de la entrada del ejército de las Tres Garantías a la Ciudad de México.

El cambio en la relaciones ha tenido, para bien, un impacto fuerte en las organizaciones religiosas, las que para ejercer deben registrarse, ubicar a sus líderes, a sus direcciones. Con ello se evitan fraudes, quedan fuera de la ley los falsos ministros y, entre otros logros, se ha declarado ilegal el culto a la Santa Muerte. Todo ejercicio religioso así da certeza a los creyentes. Las organizaciones religiosas han podido, por fin, regularizar sus bienes: sus casas, conventos, escuelas, hospitales, misiones, hogares de asistencia, etc., ya dependen de las congregaciones. El riesgo de despojo se acabó; en cambio, creció la obligación de las cuentas claras.

Más aún con la personalidad jurídica que les otorga la ley, los organismos religiosos tienen la capacidad para desarrollar sus actividades dentro de los marcos legales y no estar sujetos, como ocurría antes, al capricho de una autoridad de quinta categoría. Recuerdo bien en mi Colegio México, con los hermanos maristas, que la hermana prepotente de un secretario miembro del gabinete presidencial amenazó –puesto que a su hijo lo habían despachado por flojo y grosero– con clausurar la escuela. Ahora esas intimidaciones pasaron a la historia.

Y uno de los mayores beneficios fue la oportunidad de regularizar y dar de alta a las instituciones católicas, cristianas, judías formadoras de sus ministros. Con ello además de ampliar la oferta educativa eliminó una gran injusticia: ministros de las iglesias, seminaristas, exseminaristas con años de estudios de gran seriedad no tenían ningún reconocimiento oficial. Se les impedía así seguir estudios.

El día de ayer hablé por teléfono con Enrique González Torres, lo felicité por la fecha y por su determinante papel en este importantísimo hecho de cambio de leyes y apertura de relaciones. Le pregunté por las felicitaciones que había recibido. Ninguna, fue la respuesta. Ni siquiera el actual canciller que fue creatura y siempre el segundo de a bordo de Manuel Camacho le agradeció lo ocurrido; como tampoco alguno de los obispos o sus compañeros de congregación. Recordé ante el silencio sobre su tarea que el propio Enrique González Torres alojó al Cardenal Corripio los últimos diez años de su existencia en un pequeño departamento construido los terrenos de un asilo en Tepepan. Ahí llegó el Cardenal, enfermo y, aunque no lo crean mis amigos comecuras, sin recursos económicos. El silencio ante esta fecha de inicio de relaciones significa que el gobierno no tiene conciencia ni valora la gran oportunidad que ofrecen las organizaciones religiosas de cualquier credo para conjuntar recursos en la superación de algunos de los grandes problemas.

Cosas de la locura de hoy día: el Presidente de la República convoca al Papa Francisco a participar en la paz entre Rusia y Ucrania, pero no convoca a los obispos católicos, a los pastores cristianos, a los rabinos, etc., a conjuntar pensamiento, voluntad y acción en lograr la paz en un México lleno de violencia. Por lo contrario, hasta los ha insultado.

Los gobiernos pasan y no debemos olvidar que somos millones y millones de mexicanos los que creemos, participamos y asumimos una moral semejante que implica el servicio, el amor. Mucho se ofrece y puede ofrecerse desde la iglesias: servicios educativos, de salud, atención a jóvenes, acciones para prevenir adicciones, etc., y, no debe olvidarse, la presencia de las iglesias favorece el fortalecimiento de los lazos comunitarios y da continuidad a una de los aspectos de mayor raigambre de aquello que llamamos cultura nacional. De ahí que el 21 de septiembre de 1992 no debe pasar desapercibido. Fue fecha en que se cerraron heridas, se unieron los extraños y, sobre todo, se abrió la posibilidad de comunicación entre nuestras raíces, tradiciones y recursos de la vida religiosa con la construcción de una mejor sociedad.

Esto fue lo que movió a Enrique González Torres a promover el cambio. Ahí está la gran oportunidad. Y mientras tanto: gracias Enrique por tu esfuerzo para alcanzar este importante cambio que hoy, afortunadamente, la sensibilidad de Alberto Barranco, extraordinario embajador de México en el Vaticano, le llevó a organizar una celebración con los superiores de las congregaciones religiosas, con los rectores de universidad y con un alto representante del Papa.

Felicidades pues, por este día Histórico !!!


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