FUI FELIZ


 
Por Luis Mac Gregor Arroyo
 
A los 20 años estaba solo. Increíble. Era una persona atractiva y machetera, pero estaba sin nadie. En un país lleno de doble lenguaje, donde la corrupción abunda, donde si el verbo mata carita, lo bronco mata al verbo y el dinero mata lo bronco, yo tenía pocas oportunidades de salir avante. Pocas cosas me importaron de ahí para el real. Un hombre como yo no tendría oportunidad. No lo sabía entonces. Simplemente me despertaba con una esperanza que todos los días se apagaba al terminar la jornada. Rara vez dormía con una luz más grande que con la que despertaba. Mis días comenzaban con una cadencia intermedia para culminar con un resonar claramente grave.
 
Fue cuando decidí hacerme del hábito de tomar un café todos los días en el mismo lugar. El café de Chano, un famoso local con más de veinte años de tradición. A partir de entonces éste sería mi lugar de refugio contra la hostilidad del exterior. Así, todos los días puntualmente a las 17:30 horas me sentaría en una mesa a la entrada del local y pediría un espumoso café capuchino. Me decía que si bien no tenía billete tendría que destacar en algo para llamar la atención de cualquier dama. Así que decidí aprovechar la inercia que venía de casa. Mi padre era un asiduo lector. Solía acabar un libro por día. Tal vez yo le podía sacar partido a ello, tal vez tendría la vena de buen lector y, por ende, de escritor. Todo era cuestión de ser tesonero.
 
Así me aventé a partir de la mitad de mis años profesionales a emprender el camino del escritor. En la escuela fui muy de defender las ideas más fidedignas, pero estas no hacían eco en los profesores, quienes se iban del lado de querer brillar por ellos mismos para granjearse los favores de la alumna despampanante del momento, y tampoco eran valiosas para mis compañeros, quienes sólo buscaban pasar y no aprender. Sólo una amiga estaba de mi lado. Ella me decía que creyera en Dios pero eso, para mí, era puro cuento. Finalmente, al ir contra las tendencias de falsedad de los otros alumnos, acabé por hacer el menso. Mi refugio siguió siendo leer tres horas diarias en el café, con el ideal de algún día volverme escritor. En esta etapa de mi vida supe que el éxito no estaba en leer los textos universitarios sino en aprender a leer literatura.
 
Al cumplir 24 años ya era yo dueño de una gama de conocimiento comparable al de cualquier escritor digno de llamarse así. Sabía desde la Biblia hasta J. K. Rowling y podía sostener pláticas, con cierto grado de conocimientos. Con todo esto, me faltaba lo básico, conocer a una mujer que me inspirara, que me hiciera soñar y volar sobre el cielo, para danzar en el Parnaso o el Paraíso. Sin embargo, a costa de puro hígado decidí dar el siguiente paso: comenzar a escribir. Mi musa debería caer eventualmente al igual que el chorro de leche caía en el vaso con café cargado.
 
A los 27 años la cosa no estaba tan perdida como a los 20. Me habían caído unas dos que tres mujeres en presentaciones de libros y encuentros literarios. La mayoría en pláticas e impresiones de que todo podía llegar a algo más que una simple amistad. Y una de ellas: Lolina, quien era una fanática de las historias sexosas de terror, me venía a consolar de vez en vez. La verdad era algo regordeta y con su aliento cerca de mi rostro que no me daban ganas de internarme en sus labios y perderme en sus no muy bien cuidados rizos… Con el tiempo me convencí de que yo sólo lo hacía por no dejar, pues la situación no era de mi agrado.
 
Por esa época mis textos ya tenían cierta circulación, aunque eran todavía pininos ya me generaban un ingreso regular. Ahora sería tiempo de concentrarse en encontrar a la musa perfecta a través del verbo que mata a la carita y al bronco, y en generar mi primera gran obra escrita. Sin embargo, aún con mi práctica en las reuniones las mujeres aún me daban la vuelta. Y en mis tardes de café el clima se tornó nublado, como si siempre amenazara una tormenta: No podía encontrar el tema ideal para desarrollar un texto grande que me satisficiera.
 
Me encontraba solo en una sociedad donde el tema de la intimidad no es algo tabú. Por alguna razón yo no iba a ningún lado. Acabé por concentrarme en el trabajo para no hacerme una persona indeseable en el café, por mis lances en busca del amor.
 
Una tarde apretando las teclas de mi computadora el café estaba a desbordar. De esos días extraños en que todas las mesas se habían llenado. Entonces una mujer de cabello largo hasta los hombros, aretes con forma de cruz, y con una bolsa negra de asas me pidió permiso para sentarse en mi mesa pues no había lugar disponible. Yo consentí y tras sentarse se dio una de las pláticas más agradables que haya tenido. De repente, cuando tenía unos cuantos minutos de sentir que realmente me había identificado, la mujer se despidió sin más ni más y se alejó. Al verla partir sentí como mi corazón se iba con ella.
 
Curioso a esa mujer le había platicado gran parte de mi soledad y ella parecía entender y darme confort con sus comentarios. Ahora, cómo encontrarla si ni teléfono me había dejado. Estaba con el alma de un hilo cuando, cosa muy rara, el dueño del establecimiento se puso a platicar conmigo. Él notó mi tristeza y me preguntó la razón.
Le comenté que era por la muchacha de cabello lacio que se había sentado conmigo. Le dije que como pocas me había hablado de los valores de la familia y de lo que significa tener hijos. Chano se veía muy interesado en ello, pero cuando traté de insinuarle que ella me gustaba y deseaba volver a verla, para saber si podríamos llegar a algo más, él se me quedó mirando a los ojos y me dio un pequeño crucifijo. “Ten”, me dijo, “te puede hacer falta para volverla a ver”. Sin más comentario se retiró a atender a los clientes.
 
Sin gran comprensión sobre el objeto que Chano me había regalado, en mi pesar traté de olvidar el encuentro con esa mujer, pero todo era en vano. Pasaron alrededor de dos semanas y no lograba pasar un día que no me acordara de ella. ‘¡Era una mujer fatal o qué!’, me preguntaba. En ese momento, al poner mi mano en la bolsa toqué el crucifijo. Me acordé de lo que le comenté a Chano y de su mirada enigmática. En eso entendí y al parecer se iluminó más el día. ¿Sería esa una señal?’, consideré, ‘¿Dios? ¿Realmente existes?’. Justo enfrente de mí estaba la Iglesia. Como de impulso tomé el crucifijo en mi mano y me dirigí al inmueble. Tal vez Dios sí existía. Lo siguiente que pasó fue como de rayo. Al entrar vi a Roberta (así se llamaba ella) hincada pidiendo. Por alguna razón que desconozco ella volteó hacia donde iba entrando y me hizo la señal para acompañarla.
 
Los días que siguieron fueron innumerables. Ella estuvo conmigo aunque fuera una partecita de cada uno de estos. Con ella comprendí que al estar en pecado y lejos de Dios era poco posible que alguien como ella, creyente, se apareciera en mi vida, que estaba cegado con una fijación de no considerar a Dios como algo relevante. Fue la primera vez que me sentí totalmente seguro y bien con alguien sin andar pensando en intimar. Aprendí a amar y al paso de los meses ese amor se convirtió en un matrimonio y en tener familia. Mi vida cambió y fui feliz.
 
III
 
 


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