Memorias de un desmemoriadoHerencia no reclamada

Mario Ensástiga Santiago

Morelia, Michoacán, 10 de enero de 2023

Esperaba con ansia, al igual que mis hermanos y hermanas, la llegada de nuestros padres, la Negrita y Don Polo; habían viajado al lejano municipio de Tlaxiaco ubicado en la alta míxteca oaxaqueña; el motivo del viaje realizado en la primera semana de febrero de 1975 fue para que mi madre conociera al fin a su señor padre y el terruño que la vió nacer, 44 años atrás.

Finalmente regresaron, aunque cansados por no estar acostumbrados a viajar tantas horas y kilómetros, pero eso sí contentos y satisfechos; compartieron con entusiasmo inusitado sus impresiones y vivencias, en particular mí mamá no paraba de hablar del cómo era la comunidad del municipio de Tlaxiaco y en lo particular el capitán Santos, su padre, y de lo bien que los había recibido; ello motivó que pensáramos en ir en la próxima semana santa, que no recuerdo si cayó en marzo o abril de aquel año de 1975.

Platicaron que sería como el medio día cuando llegaron a aquel caserío indígena, al que pudieron llegar gracias a una persona que vendía verduras en el mercado municipal de Tlaxiaco, que era familiar de la tía Julia, que no era precisamente hermana de mi mamá, pero que por respeto le decíamos tía Julia; ella iba de vez en cuando a Tlaxiaco y mantenía a mi madre informada de cómo era su comunidad y su papá, del cómo cuando se emborrachaba, lloraba y repetía obsesivamente que soñaba y que tenía muchas ganas antes de morir, de conocer a su primera hija, Baudelina, porque sabía que así se llamaba mi madre.

El capitán Santos fue un cacique indígena que, según me platicó en alguna ocasión, la bisabuela Lupita que duró 110 años, que el señor Santos se fue a la revolución de 1910-1917 de la que regresó con más poder, dinero y tierras, de ahí que la gente lo llamaba Capitán Santos; él tuvo un hijo al que de joven también le decían Capitán Santos; el caso es que conoció a mi abuela Imelda, que no era -recuerdo- de “malos bigotes”; ella al igual que su mamá y sus dos hermanas bajaban del cerro donde vivián cuando el capitán Santos las llamaba para que hicieran la comida, tortillas y demás preparativos, cuando había alguna fiesta importante.

Así el hijo del capitán Santos empezó a fijarse en mi abuela, no sé si la enamoró por la buena o hubo otra situación del ejercicio del poder machista tan ancestral en las comunidades indígenas; el caso es que de esa relación nació mi madre; el capitán Santos padre mandó a llamar a la bisabuela Lupita; nunca supe nada del bisabuelo, para decirle que su hijo no podía hacerse cargo de la recien nacida, porque era muy joven y tenía que irse a estudiar a la ciudad de Oaxaca o la Ciudad de México, para ser doctor, licenciado, ingeniero u otra carrera, en fin para ser alguien importante y que, por esas razones, se tenían que ir de la comunidad.

La actitud “humanista y generosa” del capitán Santos se reflejó al darle a la bisabuela Lupita un cinturon de cuero en el que en su interior cabían grandes monedas de oro, que supongo eran centenarios, que en esos años de la gran revolución campesina de México circulaban con facilidad; asi fue que la bisabuela Lupita, junto con su hijo mayor y 3 hijas, entre ellas mi abuela Imelda, con mi madre en brazos, abandonaron la comunidad para nunca volver más; se supo que primeramente fueron a parar a Tehuantepec, Puebla y tras algunos meses decidieron irse definitivamente al Distrito Federal, hoy Ciudad de México.

Llegaron a la colonia Buenos Aires, barrio por demás popular donde vivian algunas familias oaxaqueñas; ahí la abuela Imelda conoció al abuelo Cirilo, de San Juan Teposcolula, Oaxaca, paisano al fin, con quien se casó y procreó 3 hijos, por fortuna su padrastro la trató y la quiso hasta su muerte como si hubiera sido su hija; mi madre creció en medio de grandes carencias, La Negrita, así le decían cariñosamente sus medios hermanos-mis tíos-que la quisieron mucho por su carácter tan afable, abnegado y por haber sido la hermana mayor, era chaparrita, morena y visiblemente de rasgos indígenas.

Mi madre Baudelina, a la que por cierto no le gustaba su nombre, de ahí que prefería que la llamaran Blanca Estela, nombre que tomó de un danzón de Acerina y su Danzonera que le gustaba mucho bailar; con dificultades estudió la primaria y algunos años de enfermería, a sus 19 años se casó con mi padre Leopoldo, que con los años terminamos como toda la gente llamándolo Don Polo; la boda fue un 5 de febrero de 1950, a finales del año anterior sabedor de que acercaban los 25 años de casados, decidí como hermano mayor hablar con mi hermano y hermana para juntar nuestros aguinaldos de fin de año y darles como regalo de bodas de plata un viaje a Tlaxiaco.

En Semana Santa de ese año, como nos lo habíamos propuesto como hermanos, fuimos a Tlaxiaco con nuestra madre y padre,; la recepción esta vez, recuerdo si bien es cierto que no fue grosera, si algo fría, no me podía explicar el porqué el cambio de actitud, sobre todo porque recordaba lo bien que los trataron en la ocasión anterior; me sentía tan raro que salí de aquella enorme troje a fumar un cigarro; por suerte llegó una joven vestida de blanco que venía de la ciudad de Oaxaca, donde estudiaba enfermería; me presenté y de inmediato hizo la positiva alusión de la visita de mis padres meses atrás.

La charla, con quien comprendí más tarde que se trataba de una de mis primas, transcurrió en buen tono, mismo que me llevó a la confianza de expresarle mi desconcierto, al sentir, por no sé que razón, que era causa de cierta incomodidad en su familia; ella discretamente sonrió y no dudé en preguntarle el por qué había sonreíido, sin dudarlo me explicó que su familia como indígenas, se regía por usos y costumbres, y que con toda seguridad por la edad y enfermedades del abuelo capitán Santos, tenían el temor por que yo por ser el varón de mayor edad en el árbol genealógico de la familia, fuera a reclamar el derecho de ser heredero de aquellas extensas tierras llenas de árboles maderables, enorme riqueza que contrastaba visiblemente con la modesta vida que llevaban.

Ante tal situación no dudé en entrar a la reunión familiar, pedi a palabra y con toda claridad expresé que el único motivo de estar ahí, era el de conocer las raices maternas de mi familia, que no tenía en mente ningún otro objetivo y mucho menos ser heredero de algo de la familia; a partir de ahí, el escenario cambio abruptamente, se convirtió en una fiesta; de pronto, apareció el mezcal, el mole y la música; así fue mi experiencia de la herencia no reclamada.


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