Érase una vez un paraíso donde los prohombres llegaban al poder en medio de una fiesta generalizada.
Al tomar la sagrada vara de mando, las familias ofrecían, en señal de pleitesía y sumisión, a sus hijas, para que los nuevos próceres del pueblo se solazaran tras los duros trabajos del ejercicio del poder. De tal manera, los palacios eran un hervidero de jovencitas, todas deseosas de servir a sus señores.
Una de las tareas de los próceres, consistía en dividir a sus súbditos. Para ello, los hacían desfilar en su presencia, y, de tal manera, eran apartados unos de otros. Tras realizar la pertinente división, unos eran objeto de beneficios y dádivas, mientras los otros, quedaban a merced del destino, y de las migajas que se les pudieran caer a los agraciados, que vivían de acompañar a los próceres en sus banquetes y en sus orgías, participando de las mismas como príncipes del pueblo.
Los próceres no podían vivir ni gobernar los designios de aquel paraíso, sin presenciar a una parte de su pueblo nadar en la abundancia, gracias a la bella gracia del poder, y a la otra parte del pueblo, padecer la supervivencia a duras penas, entre calamidades y mendicidades.
Recorrían los suburbios de las poblaciones, contemplando a todos aquellos miserables agachar la cabeza al paso de las carrozas imperiales. El silencio era conmovedor. Todos sobrellevaban aquella elección, que los había convertido en harapientos, como algo providencial, que debían acatar religiosamente. Ni un suspiro, ni una mirada, ni un susurro… Todos de rodillas ante el decreto que los expoliaba y desheredaba.
Tras la ardua revista al submundo, creado por el dictado escrutador de la justicia, sin ninguna duda, el prócer bajaba de la suntuosa carroza, para ser invitado a una mamada de leche materna, y, si era de su apetencia, solía despedir a su comitiva de su presencia, para disfrutar de un rato de esparcimiento con aquella recién parida. Mientras tanto, la familia de la mujer agraciada, esperaba arrodillada el final de la visita del prócer, rogando por que este encuentro fuera fructífero para el señor, y la madre satisficiera todas las necesidades del prócer, generadas por su trabajo en miras del pueblo, subyugado por su caprichosa elección.
Llegado a Palacio de nuevo, los agraciados habían organizado un festejo memorable para su señor, el bienhechor que los había elegido para el placer harinoso y pletórico de abundancia. Era tal la admiración por aquella proeza del prócer, que las mujeres ardían en deseos de yacer una noche junto a su señor adorado, y se había establecido un turno para poder acceder a semejante privilegio. Era costumbre que los maridos y los novios, pusieran una vela la noche que su amada retozaba con el prócer, y debían aguardar con paciencia el vacío en su cama.
Esto sí era el fomento por el respeto hacia la libertad, al tiempo que se incentivaban las virtudes de la paciencia y la resignación, que, según el discurso del prócer, era germen de construcción de la hombría.
Un verdadero paraíso de justicia y de dignidad, donde nadie osaba molestar ni con una mirada, el paso altivo y arrollador del prócer, revestido de autoridad merced a la aclamación de su pueblo, unido sin fisura alguna, en la aceptación de semejante voluntad acreditativa de toda confianza y abandono. Un pueblo ejemplar, que colaboraba con todo a lo que era requerido, siempre agachada la cabeza, y dispuesto al servicio de aliviar las cargas que conlleva el ineludible ejercicio fatigoso del poder.
FRAN AUDIJE
Madrid,España,14 de diciembre del 2023
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