15 de octubre de 1978

Por Leticia López Pérez

Fotografía de la vaca, Pixabay

Mis ojos de niña miraban primero sin ningún afán la pantalla de nuestra televisión blanco y negro, donde un terreno sin pavimento, rodeado de tablas de madera pintadas de rojo, mucha gente, y un señor con mallas (rarísimo) se plantaba frente a un enorme y negro toro, mientras un locutor narraba la trayectoria de dicho señor.

Mi madre empinada hacia la pantalla, casi abarcándola por completo, con su ascendencia española a todo vapor, hablando apasionada de los movimientos del señor con mallas, que deduje, llaman torero. Ella elogiando las cosas que hacía, y excitada diciendo que ahora entraban los picadores, y yo no entendía para qué, sin embargo, al mismo tiempo que su enorme elogio ante la acción precisa de estocadas al animal se expresaba, a mí se me clavaban en mi propio cuerpo esas mismas banderillas que iniciaban un sangrado innecesario, a un animal que para mí claramente estaba sorprendido y adolorido.

Todo lo que había ocurrido antes, le había parecido un juego, y ahora no entendía qué ocurría, por qué lo habían lastimado, y encima, esas cosas seguían encajadas en su cuero, rasgándolo a cada movimiento.

Esa fue la primera vez que sufrí indescriptiblemente escenas de ese tipo. Siguieron otras durante un tiempo, que incluyeron los fragmentos que se presentaban en las noticias de 24 Horas, cornadas, toros que se echan a correr hacia las bardas, unos caían y se lastimaban. Y en todas fue tortura para mí, porque encima yo creía que me tenía que quedar porque mi madre estaba hablando durante esas escenas.

Nunca antes había sufrido tanto por ver horrores inexplicables, como cuando tenía que ver las corridas de toros. Y nunca antes me había costado tanto trabajo comer carne de res, porque luego me decía mi madre, que los toros que morían en la corrida se destazaban y era una carne muy cara y valorada. En mi mente de niña la explicación de causa y efecto me llevaba a concluir que la carne que nosotros comíamos tenía que provenir de ahí, haciéndolo inconcebible.

He sido vegetariana muchas veces, y lo he disfrutado mucho, porque es una comida deliciosa, y porque la verdad es que comer carne me hace sufrir muchísimo.

Un buen día, tuve a bien decirle a mi madre que por favor ya no viéramos tauromaquia, que yo no soportaba, que es para mí una tortura, y lo sostengo, pues no puedo aguantar la angustia que es tooooooooooooda la faena. Y gracias a que mi civilizado padre estaba presente, dejamos de ver (albricias) esa estupidez.

Lo que yo no sabía, es que existe una Declaración Universal de los Derechos de los Animales, que se firmó el 15 de octubre de 1978, que sí establece los derechos de nuestros acompañantes en este planeta. Y mi reflexión hoy, contesta a la barbaridad de decir que los animales no tienen derechos porque no tienen obligaciones ¿Cómo es posible decir esto? Los niños no tienen obligaciones ¿Significa que no tienen derechos? Los adultos mayores disminuyen con los años sus obligaciones ¿Significa que sus derechos van mermando con el tiempo?

Y vamos más lejos. Las abejas han sido declaradas los seres más importantes del planeta, pero no tienen obligaciones legales ¿O sí?, y sin embargo, si no las protegemos, toda la vida del planeta sucumbiría en pocas semanas.

¿Por qué entonces afirmar que uno, desde su trono humano, centro del mundo, concede voluntariamente derechos a los seres de cuya existencia dependemos? ¿En qué ego enorme se asienta la posibilidad de concebir que todo deriva de nosotros, que lo único que tenemos en la habilidad de poner en signos que otros entienden lo que pensamos?

Los animales se dan cuenta de todas las cosas, aunque no puedan poner en palabras humanas su saber, y existen cientos de experimentos que nos demuestran que sí pueden pensar. Yo opino que tienen una grandeza inconmensurable al darse cuenta, y entender que unos de ellos sólo viven para ser sacrificados y darnos sus cuerpos como comida, y materiales para nuestro aprovechamiento.

Qué soberbia tan grande, atreverse a decir que solo porque nosotros en nuestra potestad queremos concederles un espacio de derecho, lo tienen, cuando existen antes de nosotros, pero seguramente perecerán por nuestra culpa. Respetar los derechos que tienen desde antes de que nos diéramos cuenta, no es una concesión nuestra, es una obligación si queremos seguir en este mundo y prosperar.

Ciudad de México, a 12 de abril de 2025
Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores. @UnidadParlamentariaEuropa


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