Nelson Acosta Espinoza
Venezuela 4 de diciembre del 2025
Idiota. Término que en su acepción primigenia carecía de la tonalidad ofensiva que tiene en la actualidad.
Originariamente se utilizaba para calificar a las personas que se ocupaban exclusivamente de sus negocios privados «*de sus goces y felicidad particular, (idia)..que no intervienen en el ámbito público ni se ocupan de lo común, de la polis, de su conservación y mantenimiento»*
(koina). De ahí surge el término idiota.
En política es utilizado para calificar aquellas propuestas que tienen como propósito desconectar al ciudadano común de toda participación en el manejo de los asuntos colectivos.
Desertar del ámbito público. Oportunidad para que una «camada» de representantes seleccionados mediante unas elecciones, en gran parte manipuladas por esa misma élite, se apropien de esos espacios.
Las reglas que regulan la representatividad en las democracias fueron diseñadas para mantener a los ciudadanos apartados de toda participación en el gobierno «*para forzarle a dejar la administración de lo público a una aristocracia de representantes seleccionadas a través de unas elecciones que en gran parte manipulada por esa misma élite* «
Es justo preguntarse ¿A quién responsabilizar por esta perdida de virtud ciudadana? ¿Al modelo liberal de representación política?
Autores como Hanna Arendt y Cornelius Castoriadis señalan que desde el momento en que hay representantes permanentes, «*la autoridad, la actividad y la iniciativa política son arrebatadas a los ciudadanos para ser asumidas por el cuerpo restringido de representantes, los cuales las emplean para consolidar su propia posición».*
Endosan, así, al mecanismo de la representación la responsabilidad por la baja calidad de la experiencia democrática.
Se supone que la apatía surge desde el momento en que se desanima la participación ciudadana al reducirla al mero acto de votación o como un simple mecanismo de reclutamiento clientelar.
Para muestra el botón de la revolución bolivariana. La virtud ciudadana, entendida como implicación personal en el manejo de lo público no existe. Al margen de la retórica oficial la supuesta participación popular es inexistente. Se da, exclusivamente, en términos de reclutamiento de clientelas electorales.
Más allá de esta práctica el activismo cívico no es requerido ni estimulado.
Antes por el contrario, este gobierno ha impulsado una cultura «mendigante» a base de la adjudicación de bonos a cambio de lealtad política.
Ciertamente, la democracia representativa tiene mala imagen. Grupos políticos de extrema izquierda y derecha aprecian en forma crítica este hecho político. Se le acusa de poner en manos de una élite de poderosos la rienda de la gobernación, *«sometidas tan sólo al control formal y periódico de unas elecciones que sólo podían perpetuarles en el poder»*
Hasta aquí las observaciones críticas a la representación.
Avancemos hacia su visión optimista. En esta óptica debemos asumirla como un procedimiento de doble vía. O para excluir o incluir a la gente de la política.
Es el procedimiento que permite traducir a este plano el pluralismo intrínseco de nuestras sociedades complejas y administrar el disenso.
Está última consideración es vital. La teoría y práctica política tradicional ha estado afectada de una desviación consensualista.
Está «adición» se encuentra presente en la conducta de actores importantes de la oposición venezolana.
Entiendo que la política ha de entenderse como «*la gestión civilizada del desacuerdo en torno a los intereses y a las concepciones de lo que es el bien en general»* «
Ojo, el disenso no excluye el consenso, pero el disenso es la regla y el consenso la excepción.
Está apreciación tiene y tendrá un valor estratégico en el marco de los próximos acontecimientos en el país.
Nos enfrentaremos ante la necesidad de crear nuevas realidades políticas y dejar atrás viejas y ya superadas experiencias.
La democracia representativa no está ajena de problemas «*es un marco valioso para ir descubriendo de continuo qué acuerdos pueden alcanzarse sobre unas verdades que previamente eran consideradas inmiscibles»*.
El cultivo de la disidencia hará posible ese mestizaje y permitiría experimentar la elaboración de narrativas políticas asentadas en una renovada cultura política.
Experiencia que la consensualidad no lo facilitaría.
La tarea es simple: *«dejar de ser «gilipollas»*.
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