Justo cuando el tiempo de los tlatoanis (elevados gobernantes de México-Tenochtitlan), estaban en el apogeo.

Cuando eran los tiempos floridos de las primeras civilizaciones azteca-mexicas, y los emperadores eran envueltos en plumajes finos y ornamentados con oro.

Cuando en el gran corazón de agua y tierra, del volcán extinto (Xinantecatl), vivió Inahuatzacalli, el hacedor de caminos, el que bajaba las estrellas y susurraba canciones en los bosques.

Podía subir las escaleras del aire, hasta los confines del universo o bajar y sumergirse en los mares o las lagunas del Sol y de la Luna.

Recorría los tiempos a la velocidad de la luz, convirtiéndose en el relámpago que estalla en medio de las tempestades.

Dominaba secretamente los pasos de agua y las corrientes de los ríos, donde llegan los niños y las mujeres a lavar y a jugar.

En los pozos profundos de agua potable, dicen que hay un rostro amable que siempre les provee, con sus manos fuertes les deja el agua y luego se va nadando.

Un día Inahuatzacalli, miró como es que el volcán nevado iba perdiendo su propia agua y resecándose casi hasta la extinción, así que subió hasta lo más alto y desprendiéndose de su propio corazón, lo puso en la ladera. Aun se puede ver ahí, latiendo y floreciendo.

Inahuatzacalli, el inalcanzable hacedor de caminos, que ha dejado su efigie marcada en los muros del Nevado de Toluca.

Traspasando el tiempo y el espacio y transparentándose, en las quietísimas aguas de sus lagunas.