(Otro) 19 de septiembre. Una crónica que nadie pidió.

Por Diego Espitia Muñoz Cota
Ciudad de México, 21 de septiembre del 2022

En mis muchas décadas viviendo en el D.F. me han tocado sismos en situaciones muy variadas: en la comodidad de una cama, sentado en el trabajo, caminando, manejando incluso, pero nunca en el metro, ese vetusto animal mecánico naranja que surca buena parte de la metrópoli. Y en realidad, gentil destino, tampoco ocurrió ayer, porque el casi es un espacio temporal que solo funciona en un papel.

Por segundos habría estado dentro de un vagón que se hubiese detenido sobre la calzada de Tlalpan entre la estación chabacano y Viaducto, mi destino. Allí, yo y mis compañeros de sismo habríamos oscilado con la tierra sin posibilidad de escape. Por segundos le gané al sismo y salí del vagón. Me percaté del mismo, no por la
alarma, sino porque casi me caigo de las escaleras sobre otra persona que casi se cae sobre mí, como si dos alegres comensales de cantina, un lunes a las 13 horas fuéramos. Pero en las estaciones del metro los sonidos
son tan variados, constantes y altos, que se convierten en ruido rosa, y en el pesado andar, uno aprende a hacer silencio del ruido.

En la avenida, el crisol de las emociones. Algunos esperábamos que terminara el sismo y a continuar el camino.
Otros, diversos estados de angustia. Pocos, los que aprovechaban para saludar al compañero de oficina, al taquero preferido, al lustrador de zapatos y hacer, nerviosos, un comentario humorístico. Todos, detenidos y
reunidos por algunos minutos. Todos buscando un resquicio de señal telefónica para hablar con los seres queridos. Siempre me pregunto por qué, como si fuese parte de la diversión, cada que hay un sismo en la
ciudad, las telecomunicaciones colapsan irremediablemente.

Hubiese sido muy difícil encontrar quien recordara (o supiera) el sismo de 1957, llamado “el sismo del Ángel”,
pues aquella madrugada de un 27 de julio de hace 65 años, el monumento, último regalo del presidente Díaz en 1910, cayó estrepitosamente. 700 muertos, dicen que hubo. Pero seis décadas y media después, eso es imposible de verificar. Tampoco es fácil hallar entusiastas que quieran hablar de lo ocurrido hace 37 años, en 1985.

Hablar de la peor tragedia en esta ciudad debe ser difícil, aun con décadas de distancia. Jamás sabremos cuantos murieron, ni todo lo que se perdió esa mañana.

Cinco años, en cambio, son poca cosa. Todos al final conocíamos esa sensación de ver o presentir el caos y no saber si el ser amado se encontraba bien. Aquel día de 2017 la radio fue lo único que dio luz sobre lo que se
avecinaba. Ayer, todos sin señal, sentimos alivio cuando el joven del puesto de accesorios electrónicos prendió una radio y pudimos escuchar que el saldo era blanco, preliminarmente al menos. La ausencia de sirenas y la calma en los edificios aledaños reanimó el ambiente en la avenida. A seguir. Yo entregué mi café aunque el cliente no quiso bajar porque estaba todavía alterado. No lo culpo. La ciudad de los palacios es la ciudad de los sismos también.


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