Por Leticia López Pérez

Caminó hacia casa. La sensación de pérdida invadía su conciencia. A pesar de estar en un día soleado, su belleza escapaba a la realidad de su interior. Los pasos que daba rebotaban en su cabeza, en sus ojos, aturdiendo la percepción del entorno.

Avanzó hasta la soleada puerta blanca de su casa, tenía que superar los autos estacionados en los diferentes lugares de la calle, el sol encima y la ansiedad, la sensación de que habrá una pérdida de algo hoy estaba presente. Ese ardor en el pecho, que encoge el estómago y aprieta el sentimiento.

Ese aguantar como si no pasara nada, pero saber que dentro descansa un llanto que nunca se duerme, que nunca llora, que se resiste a partir, que parece querer vivir ahí dentro, por siempre ¿Cuándo te irás? ¿Te irás?

El estómago duro, y aún así, tenía que seguir, seguir, el trabajo, las obligaciones, la convivencia. Llegó y abrió la puerta. la urgencia de soledad, el anhelo de guardarse en cama, hacerse bolita, no hablar con nadie, se queda en segundo plano, pues la familia saludó, pidió relato referente a la salida a la calle, paseo, diligencias previas.

El latido se hizo fuerte, los oídos se aturden un poco, y aún así respondió a las preguntas, sonrió, comentó. Nadie pudo ver la urgencia de lo privado, el sueño de partida, las pocas ganas de seguir cargando con el día, con este día, con mañana, con la semana, con el resto de la vida.

Evitó pensar en el futuro. Solo existe este instante, donde un ser amado le sonríe, le abraza, le saluda. Este contacto distrajo del inquilino quemante que vive en su cuerpo, y le permitió terminar el día.