Alejandro Cea Olivares.
En estas tardes tristes, cansadas, de viernes santo y en buena parte del día Sábado, en que Jesús ha muerto y los apóstoles se han dispersado, nosotros, los no muchos que quisiéramos llorar con su muerte, estamos fríos, impávidos, cuando no metidos en alguna diversión. Con tanto tiempo de no orar, con tanta superficialidad perdimos el poder de conmovernos.
Acabamos, por el deseo de pasarla bien, una de nuestras cualidades mayores como seres humanos: la de sentir con los demás. Pero hay un remedio: Dios nos regala la poesía para recuperar nuestro corazón de carne. De ahí, para este viernes y sábado varias poesías. Porque nació un 7 de abril la mayoría son de Gabriela Mistral y acompañándolas una de Alfredo R. Plascencia y otra de Concha Urquiza, poetas mexicanos.
Con la lectura de algunos de los siguientes versos, quizá la poesía se te presente, te ilumine y despierte ese, uno de los sentimientos mejores y más necesarios, el que nos une, nos hace llorar con el otro, el que nos invita a cambiar nuestra avaricia, nuestra frialdad por el amor.
Recuerda la poesía, usualmente no se nos entrega a la primera lectura, hay que hacerlo dos, tres veces, diciéndola en voz baja para nosotros, oyéndola: la poesía entra al corazón por los oídos, no lo olvides. Recuerda también que el poema es de imágenes, más que de conceptos. Procura pues imaginarte objetos, personas y como si fuera tuyo el poema, así le abrirarás la puerta. Empecemos: aquí el deseo del Padre Plasencia, cura pobre de pueblo, de tener en su inmensidad de olvido a su Cristo de cobre.
MI CRISTO DE COBRE.
Quiero un lecho raído, burdo, austero
del hospital más pobre; quiero una
alondra que me cante en el alero;
y si es tal mi fortuna
que sea noche lunar en la que me muero,
entonces, oíd bien qué es lo que quiero:
quiero un rayo de luna
pálido, sutilísimo, ligero…
De esa luz quiero yo; de otra, ninguna.
Como el último pobre vergonzante,
quiero un lecho raído
en algún hospital desconocido
y algún Cristo de cobre agonizante
y una tremenda inmensidad de olvido
que, al tiempo de sentir que me he partido,
cojan la luz y vayan por delante.
Con eso soy feliz, nada más pido.
¿Para qué más fortuna
que mi lecho de pobre,
y mi rayo de luna,
y mi alondra y mi alero,
y mi Cristo de cobre,
que ha de ser lo primero…?
Con toda esa fortuna
y con mi atroz inmensidad de olvido,
contento moriré; nada más pido.
Después de este primer encuentro con un Cristo visible, el de cobre, el que nos acompañará en el momento supremo de nuestra vida, Concha Urquiza nos regala uno de los mejores poemas religiosos. Se refiere a la acción de Dios que, como lo enseña San Juan de la Cruz, quita todo, para sólo dejarnos con su luminosa oscuridad. Para llenarte de poesía aplica este poema a Cristo en la Cruz, o ti mismo en un momento duro de tu existencia, en el que parece todo perderse.
JOB
Concha Urquiza.
Él fue quien vino en soledad callada,
Y moviendo sus huestes al acecho
Puso lazo a mis pies, fuego a mi techo
Y cerco a mi ciudad amurallada.
Como lluvia en el monte desatada
Sus saetas bajaron a mi pecho;
Él mató los amores en mi lecho
Y cubrió de tinieblas mi morada.
Trocó la blanda risa en triste duelo,
Convirtió los deleites en despojos,
Ensordeció mi voz, ligó mi vuelo,
Hirió la tierra, la ciñó de abrojos,
Y no dejó encendida bajo el cielo
Más que la obscura lumbre de sus ojos.
Ya con estas primeras lecturas pasemos a Gabriela Mistral. Ella fue una poeta maestra de escuela, sensible, con gran capacidad para referir y unir lo que veía con sus sentimientos. Vivió a fondo el catolicismo. En los dos poemas que siguen se expresan los sentimientos de una devota que se acerca a una imagen de Cristo Crucificado. Lo contempla y compara el dolor de Jesús, con los propios.
Cuando digas estos poemas imagínate que estás frente a una imagen de Cristo ensangrentado, como existen en muchos altares.
PRIMER POEMA
“En esta tarde, Cristo del Calvario, vine a rogarte por mi carne enferma; pero, al verte, mis ojos van y vienen de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza. ¿Cómo quejarme de mis pies cansados, cuando veo los tuyos destrozados? ¿Cómo mostrarte mis manos vacías, cuando las tuyas están llenas de heridas?
En el segundo poema, Gabriela Mistral va recorriendo el cuerpo de Cristo y lo compara de nuevo con sus propios dolores. Es un poema que invita a “descentrarnos” de nosotros mismos y volver la mirada al justo sufriente.
CANTO DEL JUSTO
Pecho, el de mi Cristo,
más que los ocasos,
más, ensangrentado:
¡desde que te he visto
mi sangre he secado!
Mano de mi Cristo,
que como otro párpado
tajeada llora:
¡desde que te he visto
la mía no implora!
Brazos de mi Cristo,
brazos extendidos
sin ningún rechazo:
¡desde que os he visto
existe mi abrazo!
Costado de Cristo,
otro labio abierto
regando la vida:
¡desde que te he visto
rasgué mis heridas!
Mirada de Cristo,
por no ver su cuerpo,
al cielo elevada:
¡desde que te he visto
no miro mi vida
que va ensangrentada!
Cuerpo de mi Cristo,
te miro pendiente,
aún crucificado.
¡Yo cantaré cuando
te hayan desclavado!
¿Cuándo será? ¿Cuándo?
¡Dos mil años hace
que espero a tus plantas,
y espero llorando!
En los siguientes tres poemas, de no tan sencilla lectura, Mistral pide y critica las actitudes para acercarnos a Cristo en la Cruz. En el primero nos hace preguntarnos el por qué nos atrevemos a actuar, a vivir sin problema cuando Jesús está padeciendo.
VIERNES SANTO
El sol de abril aún es ardiente y bueno
y el surco, de la espera, resplandece;
pero hoy no llenes l’ansia de su seno,
porque Jesús padece.
No remuevas la tierra. Deja, mansa,
la mano en el arado; echa las mieses
cuando ya nos devuelvan la esperanza,
que aún Jesús padece.
Ya sudó sangre bajo los olivos
y oyó al que amó que lo negó tres veces.
Mas, rebelde de amor, tiene aún latidos,
¡aún padece!
Porque tú, labrador, siembras odiando,
y yo tengo rencor cuando anochece,
y un niño hoy va como un hombre llorando,
Jesús padece.
Está sobre el madero todavía
y sed tremenda el labio le estremece.
¡Odio mi pan, mi estrofa y mi alegría,
porque Jesús padece
En estos dos poemas la poeta nos describe a quienes somos fríos: ni amor ni odio, a Cristo. Llenos de laxitud, elegantes, sin la virtud del llanto. Denuncia a quienes somos como esas manzanas tardías: aguadas, flojas, sin sabor.
AL OÍDO DEL CRISTO
A Torres Rioseco
I
Cristo, el de las carnes en gajos abiertas;
Cristo, el de las venas vaciadas en ríos:
¡estas pobres gentes del siglo están muertas
de una laxitud, de un miedo, de un frío!
A la cabecera de sus lechos eres,
si te tienen, forma demasiado cruenta,
sin esas blanduras que aman las mujeres
y con esas marcas de vida violenta.
No te escupirían por creerte loco,
no fueran capaces de amarte tampoco
así, con sus ímpetus laxos y marchitos.
Porque como Lázaro ya hieden, ya hieden,
por no disgregarse, mejor no se mueven.
¡Ni amor ni el odio les arrancan gritos!
II
Aman la elegancia de gesto y color,
y en la crispadura tuya del madero,
en tu sudar sangre, tu último temblor
y el resplandor cárdeno del Calvario entero,
les parece que hay exageración
y plebeyo gusto; el que Tú lloraras
y tuvieras sed y tribulación,
no cuaja en sus ojos dos lágrimas claras.
Tienen ojo opaco de infecunda yesca,
sin virtud de llanto, que limpia y refresca;
tienen una boca de suelto botón
mojada en lascivia, ni firme ni roja;
¡y como de fines de otoño, así, floja
e impura, la poma de su corazón
Dejamos un momento a Gabriela Mistral y te mando uno de las canciones hermosas que nos regaló el más grande poeta de la lengua española, San Juan de la Cruz. Él aquí toma una poesía popular que tiene un tema de siempre, y lo transforma: el del abandono del amor.
Fíjate: el pastor está “ajeno de placer y de contento”, está olvidado y termina encumbrándose en un árbol, aquí obviamente, el de la Cruz. Bellísima transferencia a Jesús de un tema popular.
UN PASTORCITO
Un pastorcico solo está penado
ageno de plazer y de contento
y en su pastora puesto el pensamiento
y el pecho del amor muy lastimado.
No llora por averle amor llagado
que no le pena verse así affligido
aunque en el coraçón está herido
mas llora por pensar que está olvidado.
Que sólo de pensar que está olvidado
de su bella pastora con gran pena
se dexa maltratar en tierra agena
el pecho del amor mui lastimado!
Y dize el pastorcito: ¡Ay desdichado
de aquel que de mi amor a hecho ausencia
y no quiere gozar la mi presencia
y el pecho por su amor muy lastimado!
Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado
sobre un árbol do abrió sus bracos vellos
y muerto se ha quedado asido delos
el pecho del amor muy lastimado.
Volvamos a Gabriela Mistral. En esta poesía compara, de nueva cuenta, su pena con la situación de Cristo, y hasta se avergüenza de pedir algo. Describe el descendimiento de la Cruz. Magnífica referencia a ese momento en que el cuerpo muerto es bajado – casi arrojado –, deshilachado. Ella pide recibirlo, cargarlo. Bellísimo poema.
NOCTURNO DEL DESCENDIMIENTO
A Victoria Ocampo
Cristo del campo, “Cristo de Calvario”
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero al verte mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.
Mi sangre aún es agua de regato;
la tuya se paró como agua en presa.
Yo tengo arrimo en hombro que me vale,
a ti los cuatro clavos ya te sueltan,
y el encuentro resulta recogerte
la sangre como lengua que contesta,
pasar mis manos por mi pecho enjuto,
coger tus pies en peces que gotean.
Ahora ya no me acuerdo de nada,
de viaje, de fatiga, de dolencia.
El ímpetu del ruego que traía
se me dobla en la boca pedigüeña,
de hallarme en este pobre anochecer
con tu bulto vencido en una cuesta
que cae y cae y cae sin parar
en un trance que nadie me dijera.
Desde tu vertical cae tu carne
en cáscara de fruta que golpean:
el pecho cae y caen las rodillas
y en cogollo abatido, la cabeza.
Acaba de llegar, Cristo, a mis brazos,
peso divino, dolor que me entregan,
ya que estoy sola en esta luz sesgada
y lo que veo no hay otro que vea,
y lo que pasa tal vez cada noche
no hay nadie que lo atine o que lo sepa,
y esta caída, los que son tus hijos
cómo no te la ven, no la sujetan,
y la pulpa de sangre no reciben,
¡de ser el cerro soledad entera
y de ser la luz poca y tan sesgada
en un cerro sin nombre de la tierra!
Quizá el más famoso poema religioso de Mistral es el que sigue. Para Jesús, y ojalá lo tomáramos en serio, en particular los creyentes que tenemos recursos, Cristo, el verdadero, por el que vamos a ser juzgados, es el pobre. Y aquí esto dicho en un gran poema que nos invita a cambiar: a dar, a encontrarnos con quien no tiene.
EL IMAGINERO.*
¿De qué quiere, usted la imagen?
Preguntó el imaginero.
Tenemos santos de pino,
Hay imágenes de yeso,
Mire este Cristo yacente,
Madera de puro cedro,
Depende de quien la encarga,
Una familia o un templo,
O si el único objetivo
Es ponerla en un museo.
Déjeme pues que le explique,
Lo que de verdad deseo.
Yo necesito una imagen
De Jesús, el Galileo,
Que refleje su fracaso
Intentando un mundo nuevo,
Que conmueva las conciencias
Y cambie los pensamientos,
Yo no la quiero encerrada
En iglesias y conventos.
Ni en casa de una familia
Para presidir sus rezos,
No es para llevarla en andas
Cargada por costaleros,
Yo quiero una imagen viva
De un Jesús Hombre sufriendo,
Que ilumine a quien la mire
El corazón y el cerebro.
Que den ganas de bajarlo
De su cruz y del tormento,
Y quien contemple esa imagen
No quede mirando un muerto,
Ni que con ojos de artista
Sólo contemple un objeto,
Ante el que voy admirado
¡qué torturado más bello!
Perdóneme, si le digo,
Responde el imaginero
Que aquí no hallará, seguro,
La imagen del Nazareno.
Vaya a buscarla en las calles
Entre las gentes sin techo
En hospicios y hospitales
Donde haya gente muriendo
En los centros de acogida
En que abandonan a viejos,
En el pueblo marginado
Entre los niños hambrientos,
En mujeres maltratadas
En personas sin empleo.
Pero la imagen de Cristo
No la busque en los museos,
No la busque en las estatuas,
En los altares y templos.
Ni siga en las procesiones
Los pasos del Nazareno,
No la busque de madera,
De bronce, de piedra o yeso,
¡mejor busque entre los pobres
Su imagen de carne y hueso¡
Este sábado santo, día como dice la Iglesia, de reflexión, de silencio, te deseo que la luz de la poesía te haya acompañado y así nos preparemos para el esplendor de la Resurrección.
*Nota de la redacción:
El verdadero autor de «El Imaginero», que en realidad se llama «La imagen equivocada» es el padre marianista Martín Valmaseda.
La observación nos la hizo ver don José Cuenca al quien le agradecemos el tiempo para contactarnos y así poder corregir.
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El verdadero autor de «El Imaginero» es el padre marianista Martín Valmaseda. Deberían rectificar para no difundir datos falsos.
https://www.religiondigital.org/opinion/Dejenle-vecino-gusto-hecho-decente-Valmaseda-Iglesia-religion_0_2442955682.html
https://cemi.marianistas.org/la-imagen-equivocada-texto-de-martin-valmaseda-s-m/
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