Las raíces del Tenorio

Por: Atilio Alberto Peralta Merino

Ciudad de Puebla, Puebla 17 de octubre del 2024

Tristán e Isolda de Béroul se erige acaso en la máxima expresión de la poesía provenzal del siglo XII continuada por el ciclo de la leyenda arturiana de Crétien de Troyes , motivando ambas, una de las más formidables reflexiones del siglo veinte de la autoría del suizo Denis de Rougemont, plasmada en su libro “Amor y Occidente”.

El mundo caballeresco de las damas insignes inspiradoras un amor puro, que constriñe a los caballeros que las cortejan a pasar por los mayores sacrificios, se desplomó con las obras fundamentales del siglo catorce, en donde el descaro de la picaresca , e incluso la más desbordada vulgaridad emblemátiza de lo que Rougemont habría llamado “el amor villano”, siempre en contrapartida del “cortés”, villanía que quedaría plasmada lo mismo en el “Decamerón” de Boccaccio que en “Los Cuentos de Canterbuy” de Chaucer.

“Decíamos ayer “ como dijera Fray Luis de León, que las grandes obras de la lengua castellana previas al denominado “siglo de oro”, habiendo sido destinadas al olvido, nos ofrecen no obstante un espacio de ensimismamiento que nos permite incluso comunicarnos con aquellos que han dejado ya este mundo o, quizá incluso, a ellos expresarnos a nosotros, desde donde se encuentran, su sentir y su visión del mundo.

De aquel siglo catorce con sus historias de pasiones intensas aun cuando desenfadadas, reviste una especial significación para todo hispanohablante el “Libro del Buen Amor” de Juan Ruiz arcipreste de Hita, en el que se entrelazan variados e intrincados episodios.

La liebre y el tejón litigan ante un conejo en una fábula en la que toda la regulación contemplada en la Tercera Partida de don Alfonso “el sabio” queda explicada hasta en su más nimio detalle, las Siete Partidas, escritas cien años atrás, son sancionadas como legislación vigente y aplicable en el referido siglo catorce por el Rey Alfonso XI, y ante su invocación en las cortes regias, el fraile poeta decide glosarlas mediante una hilarante fábula.

No deja de resulta peculiar que el rey cuya personalidad es plasmada con enorme dramatismo en la Ópera de Donizetti “La Favorita” , haya, en realidad, prohijado con su mandato la formación de una obra tan cercana a la picaresca como es el “Libro del Buen Amor”, escrita en verso “yámbico” ( versos de catorce sílabas seguidos por veros de siete sílaba) como escribiera Esquilo sus tragedias, y como fueran compuestas las obras del “mester de juglaría”, herencia de la poesía provenzal de Béroul y no bajo los cánones del “mester de clerecía” al que, por fuero , el autor habría tenido que desenvolverse.

En el “Libro del Buen Amor” hará su aparición la “monja trotaconventos”, rol social delineado a cabalidad un siglo después por el bachiller Fernando de Rojas, y con el que José Zorrilla complementaria la truhanería del personaje acrisolado en “el siglo de oro” por Tirso de Molina.

En el extremo de la degradación del “Tenorio”, aparece, no obstante , la dama digna del amor caballeresco retratada por Béroul y por Troyes en las personas de Isolda y de la reina Ginebra, precisamente en la versión de José Zorrilla en la que, contradictoriamente, la degradación moral aparenta llegar al máximo de los extremos , y ello, en el preciso momento en el que el alma de doña Inés apresada en la piedra de su escultura fúnebre señala que “el amor salvó a don Juan al pie de la sepultura”.

En lo personal, no me desagradan en lo más mínimo que lleguen a nuestra vida cotidiana tradiciones nórdicas como el “árbol de navidad” o céltico-irlandesas como la “noche de brujas”, si, en cambio, que estas terminen imponiéndose mediante un aparato masivo de comunicación social hasta lograr desplazar tradiciones ancestrales; lo anterior, sin embargo, puede muy bien aplicarse a fenómenos culturales que no forzosamente sean procedentes de tradiciones distintas a la nuestra.

La representación de “El Tenorio” durante la temporada de “fieles difuntos” nos enfrenta a lo que algunas corrientes sociológicas llegaron a denominar como “las llaves de la cultura”, en su caso, las que pueden abrirnos los misterios más profundos, como las que se atisban en las ensoñaciones de Béruol y Troyes o se presienten en las atonalidades de las partituras de Wagner, o de los anhelos de transgresión disipada como aquellos que son plasmados en los episodios de el “Libro de Buen Amor”, tal y como corresponde a aquellas “monjas trotaconventos” que al decir de Octavio Paz llegaron a merodear los claustros conventuales de la Nueva España con singular desparpajo en nuestro siglo diecisiete; la sustitución de esta tradición por la difusión masiva de su “versión cómica” en las últimas décadas, nos ha despojado de una de las claves que periten a cualquier simple mortales desentrañar los misterios que acaso se agolpan en los recuerdos de lo que ha sido su propia vida.

albertoperalta1963@gmail.com

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