Era una noche fría, lo recuerdo bien, y también recuerdo la hora tan intempestiva, al menos para un niño de seis años, en la que íbamos a volar hacia un lugar, por entonces, lejos de mi conocimiento y de mi imaginación.
Cuando el autobús del aeropuerto nos dejó al lado de aquel monstruo volador, todavía caminaba con tedio, y con los ojos cargados de somnolencia. Solo reaccioné, cuando iba subiendo la escalerilla del avión, y ante mis ojos infantiles se mostraba enorme y potente, uno de los tres motores de aquel DC-10-30 de Iberia, con destino a Quito, previa escala en Caracas y Bogotá.
Desde aquel momento, abrí bien los ojos, porque me percaté de que el viaje transoceánico era en serio, y no como yo me estaba suponiendo. Así y todo, este magnífico aparato de la extinta Mc Donnel Douglas, tardó una eternidad en despegar del aeropuerto de Barajas, pero, cuando lo hizo, fue para mí mágico y extraordinario, tanto por el ruido de los motores, como por las sensaciones de ir dentro de la tripa de una criatura mágica, la cual nos ofrecía una atmósfera cálida y acogedora, donde nos sirvieron una magnífica cena, tras la que me quedé, ahora sí, completamente dormido, mientras miraba por la ventanilla del avión, un punto luminoso intermitente de color rojo, que era una de las balizas de situación del aparato, señalizando el extremo de los planos.
Al despertar, mi curiosidad de infante, se centró en la observación de la tripulación de Iberia, principalmente en las azafatas, que me parecían todas bellísimas, cayendo bajo el hechizo de una de aquellas hadas de cuento, la cual pasó a constituir mi amor más soñado y platónico, durante una buena temporadita.
Antes de aterrizar en la primera escala de este viaje, tras saltar el océano, de la orilla europea a la orilla americana, mis amores, las azafatas, me propusieron una visita a la cabina de los pilotos, a la que no me quedó más remedio que acudir, cagadito de miedo y vergüenza, tras constatar la ilusión con la que fui invitado. Una vez en la cabina, también los pilotos se comportaron de forma amable y cariñosa, pero, cuando me propusieron quedarme en aquel lugar lleno de misterio y de luces, hasta el aterrizaje en Caracas, yo, hecho todo un cobarde, solicité con ahínco mi vuelta a la butaca de donde fui arrancado, mientras contemplaba enamorado a mi azafata preferida.
Al amanecer, cerca ya del destino quiteño, pude encantarme con el sobrevuelo de la cordillera andina, toda nevada y majestuosa, en uno de los mayores espectáculos que nunca fueron vistos por mi persona. El colofón de aquel viaje a través de las nubes y los aires, en un magnífico avión casi recién estrenado, lo puso el abrazo de mi padre a pie de pista, el cual nos esperaba en la República del Ecuador, desde hacía un año, mientras preparaba un hogar para mi madre, mi hermana, y para mí, donde vivir los siguientes cuatro años, a los que había sido destinado como experto asesor en regadíos.
FRAN AUDIJE
Madrid,España 31 de octubre del 2024
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