Los muertos no dejan dormir


Fernando Villanueva Ávalos

Fotografía Facebook


M a r t e s, 0 2 d e j u l i o d e 2 0 2 5

Desperté de madrugada y en vez de volver a dormir pensando en volver a dormir o distraerme con el teléfono intentando dormir o distraerme nomás, me levanté, tomé mi sudadera y subí a la azotea. Hacía frío. Había nubes. Densas y ligeras. Grises y blancas, muchas nubes. Y estrellas. Brillantes y pálidas. Grandes y pequeñas y minúsculas. Solitarias incrustaciones que formaban una danza de luces solitarias en la negrura mas negra de la noche cósmica, esa noche que se extiende no sobre la tierra o ningún horizonte sino sobre ella misma, eterna, infinita hacia donde es imposible de imaginar. Y como aquellas noches lejanas y perdidas en los años nuevos de mi juventud, no sentí miedo.


La noche llamaba al silencio. A lo lejos una música que balbuceaba quedamente por un dolor perdido se calló. La sombra del viento envolvía los árboles y una sonaja estremecía sus ramas moradas y azules.


Aquel momento sin pensamientos me suspendía sobre las cañadas de los montes próximos donde una niebla espesa comenzaba a formarse. Los picos altísimos alzaban victoriosas las cumbres por encima de ese bajo cielo y sobre de ellos miles de estrellas como clavos de plata sostenían la noche, que estremecía de voces desconocidas sus senderos. ¿Qué dices majestuoso león de la sierra? ¿A qué bramas puma negro de la montaña? ¿A dónde vas sombra que vuela entre la noche? ¿No oyes la risa salvaje de la onza cazando al atrevido cazador?


Al norte, el gran peñón rodeado de insalvables farallones y muros verticales refulgía apenas sus vetas minerales, robando un poco de luz de la luna solitaria que salía de su sueño de bruma. Al pie de la cuesta los senderos bifurcan los pueblos que habitan la sierra. Quizá duermen, mas la centella de los guardianes quiebra las cañadas del bosque. Vigilan la noche de los enemigos.


Al sur, el animal gigante hace brillar su lomo de pinos y oyameles y peñascos en la rompiente llanura que forma un planeta altísimo. Enseñorea los cielos y los valles y los ríos de estas tierras heridas. Raya el venado la tierra con su garbo y su blanco rabo espejea al rozar las ramas y sacudir la aguanieve que anuncia el amanecer. Las presas huyen de la alta piedra que resopla el aroma félido de unas garras rapaces. También el viento canta la canción de la tierra en estos picos que trenzan cordilleras. Del sur al norte se cuela el vacío.

Vuelvo a mi gravedad sonámbula. El tiempo como un río de arena ha seguido corriendo. Aquí, las piedras bajan al río por su garganta enorme, en ramas de hules y fresnos y carrizos. Murmulla el agua su lengua de peces y tortugas, pero dejamos de escucharla. Su reflejo nos produce miedo. Nuestro miedo. Ya no corren por sus cantos los perros de aguas y a lo lejos un senderista sorprende extraviado al estanque donde la nutria canta. Las playas de sus márgenes están vacías. Sucias. Nadie sostiene sus breves cascadas y el acre olor de sus fuentes resulta inútil al goce. Vuelvo y escucho. El río y el amanecer se despiden. Retornan. Pierde mis ojos el horizonte. La noche es un valle que al poniente palidece.

Tañe la frívola campana. El alba se despide. El frío gana. El tedio vuelve sus imágenes vulgares, repite pensamientos comerciales. La imagen de un cadáver cayendo al vacío me arrebata con dos o tres nombres. Cierro los ojos. El sueño vuelve. Estoy cansado. Ha sido todo. Solo la noche con su cuadro hipnótico. Una alucinación que se deshace con la neblina al rayar el día. El vacío traba preguntas que se enredan en la punta de la noche. El miedo es ansioso y quiere mi violencia.

Despierto. Vuelvo a dormir.


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