Cuando analizamos la vida de muchos escritores españoles, especialmente de los más brillantes, o que mayor influencia ejercieron en las generaciones posteriores, solemos encontrarnos con entrañables historias de desgracia y sufrimiento. Miguel Hernández, el poeta alicantino de Orihuela, podría servirnos de ejemplo.
Pastor de cabras, criado en el campo, alumno de los jesuitas, colaborador de buena fe en los centros culturales ligados a la Iglesia, frustrado administrativo en Madrid, después de rechazar un buen trabajo de oficinista, buscado ex profeso, por su amigo y Embajador de Chile en España, el también poeta, Pablo Neruda…
Alistado valientemente en el Ejército Republicano, durante la Guerra Civil española, entre 1936, y 1939, donde se dedicó, no sólo a blandir el fusil, sino, también, y en gran medida, a arengar a sus compañeros de armas en las trincheras, con la declamación de sus poemas épicos sobre los avatares de la guerra, escritos sólo unos momentos antes, consiguiendo de los milicianos que le escuchaban, bastantes de ellos analfabetos, o con endeble instrucción de letras, salir con mucha más motivación al combate, o morir apasionadamente, con poca pena y gran orgullo.
Contaba otro ex combatiente republicano, el memorable humorista, Gila, que, mientras descansaba en un rincón de la cárcel donde apresaron las tropas nacionales a un importante contingente de combatientes de la República, pudo reconocer a un muchacho que vagaba por aquellos patios carcelarios, acercándose a Gila como un alma en pena, para hacerle una pregunta incoherente. Ese pobre muchacho, comentaba el gran humorista, era Miguel Hernández, a quien, probablemente, según los usos militares, habían torturado y apaleado, hasta lograr su extenuación físico-mental.
Miguel Hernández fue un hombre enamorado, primero de la vida; después de la vida y de la naturaleza a la que servía como un «perito en lunas»; después amó la vida, la naturaleza, y la poesía; para, finalmente, encontrar el amor de Josefina, y traer al mundo un fruto del amor, como fuera el hijo que inmortalizara comiendo cebolla, y aconsejandole desde los barrotes de una inmunda Cárcel, que no supiera lo que pasa, ni lo que ocurre.
Moría nuestro héroe, como poeta y cual guerrero derrotado, tras ser humillado por sus propios hermanos y compatriotas. El célebre dramaturgo, Buero Vallejo, consiguió retratarle al carboncillo: aparece un joven poeta, de llamativos ojos grandes, completamente abiertos a una vida que se le negaba. «Tanto penar, para morirse uno», dejaría escrito, en uno de sus más célebres versos.
Cabe recordar que, mientras muchos escritores e intelectuales, comprometidos con la causa de la II República española, encontraron fácilmente acomodo en barcos y aviones preparados para exiliarles, tras la hecatombe de la derrota, a Miguel Hernández le fue negado lugar alguno para salvarse.
FRAN AUDIJE
Fotografía Facebook.
Madrid,España,17 de octubre 2023
Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.
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