
Por Leticia López Pérez
Un sol brillante hace que los arbustos de su calle luzcan preciosos. Silvia sale de casa alegre a ver a sus amigas. Sandalias, falda, blusa ajustada y una coleta. La bolsa pequeña cruza su torso.
Silvia de primavera y mariposas, viento tibio y cinco pesos para el microbús.
Sin lugar para sentarse, se sujeta del pasamanos entre dos asientos, ocupados por mujeres mayores. Un hombre maduro con playera muy gastada y de espalda trabajada, moreno brillante y tosquedad irreverente paga al subir, y con una sola mirada dentro de la unidad, sabe que Silvia es una nena recién crecida.
Se sostiene del pasamanos exactamente en el mismo punto contrario de Silvia, ambos así a la misma distancia del frente, o de la parte trasera de la unidad, y el sujeto se aproxima de espaldas al cuerpo de Silvia. Un toque de nalgas que parece un accidente, hace voltear a Silvia. El tipo sonríe con malicia que Silvia no sabe leer. Los ojos del hombre inyectados, el cuello, la piel, los ojos, la boca, parecen tener todos del mismo tono. Los dientes anchos y toscos fuera de lugar, parecen dar a la sonrisa un toque repugnante, pero Silvia sólo ve eso, y no la maldad.
El microbús da una vuelta para tomar otra calle. La vuelta hace que nuevamente el cuerpo del sujeto toque el cuerpo de Silvia, que ya no sonríe y vuelve a voltear. El hombre le regresa la misma mirada, y es así como la joven ya no es alegre, y el sol parece aplastar, y descubre por primera vez la lascivia de un sujeto que piensa que tiene permiso de tocar un cuerpo ajeno con el suyo a vista de todos los pasajeros.
Ninguno dice nada. Silvia desea hacerse más pequeña, más flaca, más inalcanzable, en lo que es un descarado acto de búsqueda de un cuerpo maloliente, por el suyo que hace media hora se bañaba en casa para prepararse y salir a una reunión de amigas.
Cierra los ojos tensa, sintiendo repulsión profunda, mientras ese sujeto, que se comporta como animal en celo, sigue encontrando pretextos para aproximar su masculinidad hosca a una Silvia cuyo rostro de piel tersa no oculta las náuseas de la invasión en su espacio privado.
Una de las señoras se levanta para bajar, y maternal, le ofrece el asiento que Silvia acepta sin dudar, creyendo que sentada acabará el acoso. Junto a ella, otra señora mayor viaja, aún absorta en sus asuntos.
El hombre procede a pararse exactamente ante el lugar que ahora ocupa Silvia sentada, para continuar aproximándole el cuerpo, en una ya visible erección.
Silvia ya expresa desesperación en su rostro, y se inclina hacia el lugar de la señora que viaja a su lado. La mujer mayor con sólo voltear comprende la situación, y solidaria, la abraza para comentar en voz muy alta, acompañando la acción de una mirada fija en el tipo.
– ¡Ay qué molestos los viejos puercos que nada más buscan molestar acercando el cuerpo a jovencitas! ¿Verdad m’hija?
El hombre de inmediato se aleja, y dirige a la puerta, solicitando la parada, para desaparecer en cualquier calle.
Silvia llora, pero la señora a su lado, la abraza sorora, sin más palabras, en un microbús de pasajeros indiferentes.
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