La mejilla arde por primera vez en Patricia. Después de una absurda discusión con Eduardo, su mano estrelló cualquier palabra dentro de ella.
Él nunca jamás… hay una lágrima incrédula en el mismo ojo golpeado de Patricia, recorriendo todos los años de convivencia, y la memoria sólo ve los momentos fabulosos a su lado.
Él no… imposible. Patricia piensa que éste es un momento, y no toda la realidad, y todavía no es claro lo ocurrido, más que una gran marca roja en la mejilla y el ojo, con la forma de la mano de Eduardo.
En la cuna duerme su bebé, y el sonido de la cerradura en la puerta de la recámara abre más preguntas que no puede contestar.
Y tal vez teme contestar.
Él no… es increíble. Encerrada sin su celular, sólo puede buscar en su memoria explicaciones que Eduardo no puede darle, porque de él salen acusaciones de realidades que no existen más que en esas palabras en voz grave.
Acusaciones que escuchó muchas veces antes de esta, antes del bebé, antes de la boda, antes de conocer su cuerpo sin ropa. Señales de un amor extraño que hoy parece mostrarse como sí es, y no como ella creía. Dentro de las imágenes maravillosas que conserva de Eduardo, empieza a notar otras parecidas a esta última, pero sin manos sobre su cuerpo, sino palabras, negaciones, regaños, acusaciones, revisiones del celular, y enojos con fantasmas amantes de ella que solo conoce Eduardo, porque no existen.
Ella no puede admitir nada.
Sin parar, su estómago se contrae con dureza que sólo sale en lágrimas y sofocación, en temblores de manos y muslos que la urgen a irse de un sexto piso y una puerta cerrada con llave, de gritos masculinos que no entiende.
Un vecino grita a Eduardo que se calle, y ahora Patricia escucha otra afrenta de machos. Sujeta la orilla de su suéter, como si abrigar el cuello un poco más fuera la protección de un abrazo de mamá cuando era niña, cuando oler a su madre era la paz y nada podría tocarla.
Aislada, levanta de la cuna a su bebé, que ha despertado.
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