(Ensayo filosófico semiautobiográfico)
ELEDUBINA BECERRIL RODRÍGUEZ.
Resalta más, una palabra escrita, en los muros que sitian a las antiguas civilizaciones o sociedades ahora conocidas, cuando llegan los exploradores con sus linternas. Su mudo aliento de sorpresa, es el ánimo del alma, que espera esa inscripción, para volverse viva, libre.
Para retornar a la voz poética dispersa en los desiertos, selvas, murallas, y en esa dispersión encontrar los pasos errantes de los hombres y mujeres que caminaron en la búsqueda de otros destinos u otros futuros soñados, en la quietud de su soledad o su necesidad personal.
Es en la errancia de la Humanidad, donde la inteligencia aviva el fuego de la palabra: el soliloquio, el monólogo, para escuchar el sonido y luego encadenarlo en el vertedero del tiempo.
Legarlo y escribirlo en la tierra firme, donde el aire, el agua y los pasos de otra gente lo borrarán.
Luego buscar ¿qué instrumento? o ¿qué objeto real, podrá dejarlo marcado para siempre?, para que sea imborrable a través de las esencias temporales o eternas.
El carbón, la roca, la tiza, los ladrillos, la placa de metal, el papel, la pluma y la tinta, cada uno en su momento histórico determinado, pugnando por no permitir que una idea rebase su tránsito hacia la pérdida.
Aquí están los signos, que nos han de mostrar y demostrar, que ya podemos ser interlocutores, o protagonistas, observadores que repiten o recrean lo que capta su mirada.
Ya también podemos ser observados en un contexto común para comenzar a solidificar el texto.
Ya podemos ser la pasión que toma asiento cómodamente a la sombra del árbol, o la sensibilidad que en una mesa y a través de la ventana, recorra las distancias para avizorar la palabra.
No hay más, en este laberinto de escritos que se entrelazan y chocan, se convierten en crucigramas o juegos caleidoscópicos, mientras el silencio doctrinal de la biblioteca incita a su reconocimiento.
Por eso, también está el braille, porque el ansia de acariciar la palabra escrita no conoce límites, y ahí está la consecución de compartirlo con aquellos que, por estar dentro de la invidencia física, aún más que «leer»: «tocan, sienten, palpan», para mantenernos en esta unificación del acceso al conocimiento.
En este último concepto, hemos de reconsiderar el término, a adaptarlo, y a avocarlo, a la generalidad o a la particularidad y viceversa.
La solidificación de lo intangible, convertido en acordes pétreos, esperando la llegada de un lector, aunque este pueda demorarse, años, siglos o milenios.
En esta osadía del autor anónimo que lo dejó ahí, en la cueva, en la columna, o en la simple pared, para adornar en la sencillez de la soledad, la verdadera misión de la sabiduría.
Ya después sobrevendrán los acertijos o las interpretaciones, pero, mientras tanto, la gran aventura del ser humano llamada vida, dará pie a la solemne e infinita vitrificación de la epopeya que le ha ido significando su devenir.
En océanos y manantiales de símbolos que se entrecruzan, se ensanchan o se agudizan, que se amoldan a las versiones perennes o fugaces, siguen ahí, mostrando su poderío, para desactivar el olvido.
La palabra escrita, sobrevive a múltiples vidas, a los pasos, a los sonidos, a los monumentos, a los altares y a cuánta cosa material se le atraviese, es por sí sola convertida en la emoción y el placer de la creación.
(Abril/2021)
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Un comentario en “VITRIFICACIÓN DE LA EPOPEYA”