EDUARDO PINEDA, PUEBLA, MÉXICO – ep293868@gmail.com

“Ser Joven y no ser revolucionario es una contradicción biológica” y, en México, en las décadas de mitad del Siglo XX, se podría adecuar: “Ser artista y no ser revolucionario es una contradicción histórica”.
El arte mexicano tuvo su esplendor en la expresión inmensa y aglomerante del muralismo, fue el producto de una visión más que estereoscópica, a la que bien podríamos considerar macroscópica, con una expansión hacia lo infinito e inimaginable, como si los trazos que se encierran entre los rectangulares horizontes de las paredes coloreadas provinieran de un piso que se honda al infinito y como si se prolongasen a un cielo cada vez más lejano y conspicuo. En una trashumancia plástica que toca los lados como abrazando los muros con manos cuyos dedos se extienden hacia atrás de la pared en un ciclo interminable de presencia y ausencia de la pintura excéntrica que narra su historia, explica su presente y fatalmente profetiza su futuro. En los murales de Siqueiros y Rivera vemos un México tan real que aterroriza a los estudiosos por su vigencia. Vivimos hoy en la misma pobreza, la misma indiferencia, la misma fatalidad irracional, la misma gigantesca desigualdad.
Desde el fondo de “La marcha de la humanidad” (si acaso se intuye un fondo tan solo por la perspectiva de la obra), se irradia una mirada profunda de coraje y tesón revolucionario, un juicio por el proceder atroz de la humanidad y un anhelo acallado que grita desde los trazos toscos y firmes del artista. Cada paso de la brocha por la superficie deja entre ver un reclamo y una demanda, se entrelaza historia y cotidianeidad en una denuncia pública por lo que el pintor ve y cuyos hermanos viven.
Una generación heredera de la revolución mexicana no podía sino demandar injusticias, porque al final, la revolución solo devino en un cambio de posición del explotador, pero no en la abolición de la explotación. Fue una guerra de poderes y un asalto a las haciendas que dejó a un país empobrecido, ignorante, huérfano y melancólico a merced de los tiranos que se amafiaron en los nacientes partidos políticos, ya no maderistas ni constitucionalistas, sino más bien hatos de sátrapas ruines que vieron la organización política como el negocio de sus vidas. Y, el eco del comunismo que había triunfado en la Rusia soviética se expandía como fuego por el bosque de las juventudes latinoamericanas; todo ello sin duda preparó las conciencias de los artistas y dispuso a un sector del país harto y dispuesto a luchar, empero no a sus padres, ellos ya habían escuchado toda suerte de historias de la revolución mexicana y no querían otro país sumergido en una violencia al parecer sin sentido.
El desahogo fue pintar, escribir, cantar, construir y poetizar la rebeldía.
Los muralistas exacerbaron ese ímpetu y lo plasmaron a gran escala, tan grande como su protesta, tan absorbente como su realidad, tan inmenso como la debacle que avistaban para la nación que veían desmoronarse frente a sus ojos. David Alfaro Siqueiros quiso pintar el más grande de todos los murales que la humanidad jamás haya siquiera sospechado pintar, quiso también conjugar dos formas de arte, la pintura y la arquitectura y construyó y pintó el Polyforum hoy con su nombre. Mamparas altísimas y circundantes revisten la fachada y un mural envolvente que sustituye a las bóvedas de los santuarios se posa a la cabeza del espectador en el interior. La han llamado “La Capilla Sixtina Mexicana” y no se han equivocado al bautizarla así pues resulta aún más grande que la emblemática construcción romana.

Siqueiros quería que su obra trascendiera la barrera de la estratósfera y unió mamparas e hizo planos tetraédricos y ahí dio inicio “La marcha de la humanidad”. Y, de alguna manera, lo logró: con más de ocho mil metros cuadrados de pintura, el muralista dejó plasmada la evolución de la especie humana desde los oscuros límites de la atrocidad del hombre hasta la luz de la razón y la conciencia. Denostó la desigualdad y la pobreza, la ignominia y la brutalidad y exaltó el conocimiento científico y la libertad. Su obra es un exhorto al libre pensamiento, una carta abierta al tránsito de la sociedad en el tiempo, pero también a la ruta de un ser humano durante su corta vida. Hay grupo e individuo, hay colectividad desde la persona, hay un cosmos desde una nación golpeada y traicionada por apátridas y saqueadores disfrazados de gobernantes, clérigos y legisladores.
La obra de David Alfaro también ilustra la Torre de Rectoría de la UNAM, ilumina sus jardines y deja perplejos a sus visitantes.

Muestra en la pared a una sociedad ávida de educación, resta exclusividad a la formación profesional, da al pueblo lo que merece y lo que urge para el desarrollo de las sociedades, de los Méxicos, los múltiples Méxicos. En su obra “El pueblo a la Universidad, la Universidad al pueblo”, Siqueiros devela otra marcha y otro tránsito, el camino de la desinformación a la educación, Vasconceliza, por así decirlo, los ojos de nuestro país y pone en su lugar la educación superior; expresa además la confraternidad deseada de la universidad pública y autónoma con la sociedad de la que viene y a la que se debe devolver.
David Alfaro Siqueiros fue el retratista de los sueños de libertad y hoy, los que vemos su obra tras la perspectiva macroscópica de un país que no deja de ser golpeado tan solo podemos imaginar el mismo sueño, el onírico mundo donde por fin triunfe la soberanía y la igualdad.
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Un comentario en “GIGANTESCA DESIGUALDAD”