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Por Leticia López

fuente, pixabay, editada por Leticia López

Él las lastimó a todas. Un machismo soberbio de conquistas imparables, de dolor inminente evitado entre besos, brazos y piernas impersonales y vacías, llevando el amor a cavernas ocultas, lejos del hogar.

En un espejo, en otro lugar de vida, en otro universo, ella se rendía, asumiendo que el amor nunca elegirá su cama, su puerta, su ventana, pues incontables veces buscó, y distintos hombres fueron silencio, abandono, infidelidad, control, humillación, presencia efímera.

Como él hirió, ella fue herida, en un paralelo de voces calladas que buscaban lo mismo, y en un momento, los dos, quedaron solos, vacíos y miserables, sin más presente que la postración que genera el dolor que no tiene ya palabras para describirse.

La humildad del único siguiente paso después de una larga vorágine de camas y aromas que no tuvieron futuro, de un intentar sin resultados, los colocó en la cama respectiva, en un llanto que quita las fuerzas y solo ahí, a ojos cerrados, es donde se puede existir.

Eran dos universos paralelos, que en el aparente vacío frente a sus rostros, estaba el otro. Como si pudieran mirarse en la ausencia, como si pudieran encontrarse, y ambas habitaciones, fueran la misma. Vaho contra vaho, en un momento de quietud mental.

Casi se miran, casi se escuchan, casi se perciben. Fueron dos caras del mismo dolor, vivido desde experiencias diferentes. En ese momento, como si una ventana les permitiera encontrarse, él tomo su mano, y la miró; en esos ojos, todos los ojos que había ignorado. Ella tomó su mano también; en esa mirada, todas las miradas que esperó sin resultado.

-Perdóname – dijo él.
-Perdóname – dijo ella.

Y la ventana se cerró, devolviendo a cada uno a su infinito viaje de lágrimas en sus camas, pero ahora, esa agua de los ojos limpiaba heridas mutuas.