Adelina

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Salía cada mañana de mi casa, atropellando la calle y el paisaje urbano, inmerso en una monotonía tediosa «in crescendo» a cada día que se iba sucediendo. En mi afán por fichar en el trabajo a tiempo, ignoraba todo… aunque, para ser sincero, ese todo se había convertido en una nada.

Una mañana de esas, interrumpió mi arrolladora caminata hacia el Metro, una mujer que me ofrecía pañuelos por una limosna. Yo la esquivé, haciendo un regate de esos futbolísticos, que me recordaron a los viejos tiempos del patio del Colegio, y continué mi camino a 200 por hora, dejando a la mujer de los pañuelos medio tirada en la cuneta de la ignorancia. Otra mañana de esas, no recuerdo cual, por un extraño milagro, reparé en que la mujer de los pañuelos estaba rodeada de dos o tres mujeres más. Mi curiosa mirada, esta vez, permaneció atenta un poco más, y pude ver que aquellas mujeres estaban escuchando a la mujer de los pañuelos, y la sonreían con cariño.

La siguiente mañana, como todas las mañanas desde hacía un tiempo que nunca había calculado, la mujer de los pañuelos me abordó una vez más, y, por primera vez, me detuve sin mirar el reloj. Echándome la mano al bolsillo, extraje unas monedillas, y se las entregué, rechazando el paquete de pañuelos que me ofrecía ella. Cuando me disponía a continuar mi camino, esta mujer dijo: «Muchas gracias», con una sonrisa muy linda y cálida. Me detuve, entonces, y reparé en su presencia: vestía una camiseta y unas mallas, ropa digna y ajustada, que dejaban patente un cuerpo muy sensual de mujer. Su melena estaba ausente de tinte, y dejaba entrever algunas canas en un pelo oscuro y limpio. Su rostro estaba lleno de atractivo, en los cuarenta años largos que le eché. Y se me quedó mirando.

En las mañanas sucesivas, averigüé que se llamaba Adelina, que había trabajado como dependienta en tiendas de moda, y que estaba casada con un hombre que la maltrataba. Indagué en aquella historia de maltrato, pero no entendí nunca nada, excepto que había sido la consecuencia de que Adelina callera en la mendicidad. Sentí una enorme piedad hacia aquella mujer bellísima, y me propuse ayudarla. Nunca le proporcioné dinero en metálico, pero le hacía una compra de los productos más esenciales para vivir, cada mes. Me enteré de que unos abuelitos de mi parroquia, se habían quedado sin asistencia, y le propuse a Adelina que trabajase para ellos. Era un trabajo de media jornada, muy bien pagado, y bastante cómodo, con unos señores mayores muy educados. No me pareció que Adelina fuera de muy buen agrado a trabajar, pero me sentí orgulloso, porque había conseguido sacar a aquella mujer de la mendicidad.

Otro día que me encontré con ella, a la salida de su flamante nuevo trabajo, Adelina se mostró agradecida conmigo, y me insinuó que podríamos acostarmos. No crean que me hice el tonto por desgana, o porque no me atrajera aquella linda mujer, sino debido a que no me parecía correcto aprovecharme, y mi acción caritativa excluía cualquier tipo de cobro a cambio.

Un sábado que descansaba en mi casa frente al televisor, recibí una llamada de Adelina, que me citó poco después debajo de casa, en el lugar donde ella solía mendigar con los pañuelos. Me dijo que, después de seis meses trabajando con los abuelos, decidía abandonar ese trabajo, a pesar de lo contentos que estaban con ella, porque había conocido a un hombre con dinero que podía mantenerla.

«Pero, Adelina… por favor, ¡cómo vas a dejar el trabajo, en estos tiempos!. A ese hombre le acabas de conocer, y no sabes cómo te va a ir, por mucho dinero que tenga…». Adelina dio media vuelta, y se perdió entre la muchedumbre. No mucho tiempo después, me la encontré de nuevo, en una plaza cercana a donde la había conocido, con su esbelta figura curvada de fémina, mendigando pañuelos por unas monedillas.

FRAN AUDIJE

Madrid, España,6 de mayo del 2024

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