EDUARDO PINEDA

Toda la clarividencia diabólica de Goya (diabólica por antonomasia y no por antagonismo a la divinidad, porque tanta maldad puede haber en un condenado por sus propios actos como en un divinizado por las convenciones humanas no menos hipócritas y desleales con Dios mismo) que nos deja perplejos tras su mar infinito de muecas y gestos de dolor. Goya es el poeta de la descarnación, la deformidad y el desasosiego. Retrató y plasmó en las paredes de su habitación los más hondos miedos y las verdades que más odia el ser humano aceptar. Sin prejuicio y sin ataduras, Francisco de Goya reveló esa parte negra del alma humana, develó a todas las luces de la razón y la imaginación la médula ya sin hueso de la que surge toda la sangre de la maldad, nos introdujo en las nubosidades oscuras antes del torrencial y nos mostró el infierno que hemos construido en la Tierra.
La guerra, la violencia, el hambre atroz, la pobreza, la estupidez humana, la sinrazón y demás desinteligencias del hombre que azota en la cara moratada de otro hombre, era el tema de Goya en cada una de sus pinturas, hechas primero sobre el yeso de las paredes de su casa y después pasadas a lienzos que hoy rebosan de admiración en el Museo del Prado, en Madrid.
En la Romería de San Isidro vemos un desfile de rostros desencajados, cuyas ojeras penden del tiempo que los tortura en las miradas suplicantes y cuyas lágrimas resbalan tropezadas sobre labios rotos, grises y ocres que gimen de dolor y angustia. Es Madrid a principios del Siglo XIX, es Europa que no dejaba de padecer pestes y hambrunas, enfermedades y guerras vistas y vividas por todos: niños, mujeres y ancianos. Es la realidad que Goya vio tras las ventanas del alma de los hombres: sus ojos.
La maldad y el sufrimiento en una danza cuya música era el crujir de huesos y el gotear de la sangre de los culpables e inocentes. Una danza más que fúnebre porque al menos la muerte es un instante que pasa y se va diluida con el viento, pero en los tormentos de la obra del madrileño el tiempo está contenido, brutalmente estacionado por los siglos para que el castigo sea eterno. Ese es el poder del artista, que, si su dibujado ríe, reirá para siempre; pero si se atormenta, el sufrimiento no cesará jamás.
La maldad y el sufrimiento en una composición de colores que deja asolado al espectador, que se debe acercar al óleo para notar que cada rostro sufre a su manera, que cada cuerpo se deforma distinto que el otro, que cada lágrima huele a rancio y hay un vaho etéreo que apesta a olvido en las bocas abiertas y acalladas por el lienzo. Es posible, tal vez, imaginar el sonido de esos gritos opacos y profundos, de ese vacío tan amplio de la soledad, de esas risas hilarantes de burla de la malignidad, pero solo quedará la imaginación de los ruidos, porque Goya quedó sordo y veía en los hombres y mujeres las gesticulaciones y ¡tanto se parecen las muecas de dolor a las de placer! que Francisco de Goya las veía como iguales. Veía y entendía un mundo de gestos que sólo podían ser risas, placer y dolor y nos dejó en la quinta donde vivía los retratos de esas emociones.
Todas las almas maléficas caben en “un Goya”, habitan principalmente en el Museo del Prado, constituyen el inicio del expresionismo en el arte y fueron parteaguas del surrealismo y en parte también del impresionismo. Francisco de Goya es el fotógrafo de la perversidad y las miserias del hombre que deambula vago, huérfano y desalmado por la tierra que algún día fue el paraíso de Adán y Eva; el hombre hoy desterrado y castigado, condenado y resignado a luchar con el sudor de su frente. Ese hombre que lleva en el abandono toda la historia de la humanidad porque Adán pecó cuando aún no procreaba, cuando aún era el único hijo de Dios en el jardín del edén. Por eso para Goya el sufrimiento es innato y les aplica a todos los hombres. Por eso en la Romería de san Isidro vagan en fila todos los que caben en el encuadre rectángulo largo y denso que descansa y observa el paso de las décadas desde El Prado. Por eso se difumina hacia la izquierda, en el lado contrario a donde ve la luz, en el flanco obscuro donde ya son incontables los cuerpos que no se sabe si se arrastran o caminan o se arrodillan sin recibir piedad.
Rubén Darío, en “Cantos de Vida y Esperanza”, inspirado por los mismos dones malvados de la obra de Goya le escribió al pintor:
[…]
En tu claroscuro brilla
la luz muerta y amarilla
de la horrenda pesadilla,
O hace encender tu pincel
los rojos labios de miel
o la sangre del clavel.
Tienen ojos asesinos
en sus semblantes divinos
tus ángeles femeninos.
Tu caprichosa alegría
mezclaba la luz del día
con la noche oscura y fría:
Así es de ver y admirar
tu misteriosa y sin par
pintura crepuscular.
De lo que da testimonio:
por tus frescos, San Antonio;
por tus brujas, el demonio.
[…]
Es de apreciar en la infernal entrega de Goya al mundo del arte su paso de las pinturas frescas que irradiaban felicidad en el principio de su actividad pictórica a los temas de agonía que privaban en sus obras en la “segunda época de su vida”, tras quedar sordo y tras varias enfermedades, Goya cambió radicalmente su visión de la humanidad y decidió decorar las paredes de sus cuartos con obras como “La Romería de San Isidro”, “Saturno devorando a su hijo”, “Duelo a Garrotazos”, “Dos Viejos Comiendo Sopa” o “El perro Semihundido”. La casa de Goya debió parecerse a los pozos más hondos de la perversión y la escalofriante realidad negra del inconsciente humano. Y ahí seguía pintando inspirado por él mismo y dejando para nosotros, los que aún creemos en los instantes de felicidad un recuerdo del anverso de toda sensación grata: la oscura y eterna procrastinación de la paz del alma a lo largo del tiempo.
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Un comentario en “DEL BLANCO AL NEGRO EN UNA VIDA: FRANCISCO DE GOYA”